Para celebrar sus primeros 100 días al frente del país, el presidente hizo una ceremonia el jueves 12 de abril en la cual presumió de sus supuestos logros, dio las gracias a su equipo e hizo en voz alta la pregunta que mucha gente a lo largo y a lo ancho de mundo también hace, al confesar: de vez en cuando le pregunto a Dios, ¿yo qué hice para estar aquí?

Días antes, en una entrevista, él mismo había ensayado una respuesta al atribuir a uno de sus hijos, Carlos, el mérito de su triunfo electoral el año pasado. Independientemente del mérito del hijo, el propio Jair supo despertar la esperanza o al menos amalgamar los temores -y hasta los odios- de una porción del pueblo brasileño en torno a sí, proponiéndose como alternativa a un progresismo demonizado, convertido en sinónimo de corrupción. En esa tarea, le fueron funcionales las redes sociales, propagadoras de fake news o noticias falsas, sus aliados evangelistas que pusieron a su disposición los medios de comunicación propios, y por sobre todas las cosas, lo que en Argentina se denomina la grieta, una división social con un sustento bastante relativo y cuestionable, en la cual existen dos únicos bandos posibles que aplican una dialéctica amigo-enemigo (distinta a la que debería funcionar en un sistema democrático racional, que es la de amigo-adversario), en la cual no se puede más que estar de uno u otro lado.

Es en este contexto que una persona extraña a la dirigencia política tradicional con un discurso reaccionario como Bolsonaro emergió y se convirtió en presidente, en una etapa del país signada por la rareza. Asumió con una popularidad notable, superior al 65 por ciento, y en sólo 100 días la redujo a menos de la mitad Su hasta ahora breve gestión se caracterizó por ser errática, estridente en las formas, con divisiones internas, con un profundo desprecio por las instituciones, y sus dos banderas de campaña -honestidad y seguridad- hacen aguas.

Tres meses que parecen tres años

Los famosos 100 primeros días de un gobierno son considerados esenciales porque se estima que es el lapso en el cual se dibuja el mapa de lo que será la gestión. Se lanzan las medidas de mayor impacto, incluyendo aquellas consideradas más controvertidas, aprovechando la luna de miel aún existente entre el electorado y el nuevo gobierno.

¿En qué invirtió sus primeros 100 días Bolsonaro? En denostar un fenómeno cultural de impacto universal como es el carnaval de Río de Janeiro; en alentar al Ejército a que conmemorara el golpe de Estado de 1964; en afirmar -nada menos que en Israel- que no hay duda de que el nazismo fue un movimiento de izquierdas; en demostrar su absoluto e incondicional alineamiento no con el gobierno de los Estados Unidos sino con la persona de Donald Trump; en romper la tradicional sutileza de la diplomacia brasileña; en evadir los escándalos de corrupción que ya alcanzaron a su círculo íntimo; en facilitar el acceso a armas de fuego y a municiones mediante un decreto; en habilitar la extracción de petróleo de pozos en alta mar desoyendo las advertencias del peligro de un desastre ecológico que ello implica; en combatir a los pueblos originarios; o en anunciar una reforma jubilatoria a la medida de los empresarios sin tener sustento real en el Congreso para que la vote, entre otras cosas.

Pero el problema más grave que atraviesa el nuevo gobierno no es ni el nuevo eje internacional que Brasil constituyó junto a Israel y los Estados Unidos, ni la peligrosa atomización del Congreso, que podría acabar con sus dos grandes proyectos, la reforma jubilatoria y el paquete de leyes para combatir el crimen y la corrupción. El problema más grave es que la economía no despega.

No obstante ello, el presidente puede permitirse el lujo de dilapidar su capital político y sostener una guerra personal contra los medios masivos de comunicación y contra algunas instituciones públicas, porque los distintos sectores de la oposición no reaccionan.

Esta erosión permanente a la que Bolsonaro somete casi todo lo que lo rodea, provocó, además de la dilapidación de buena parte del apoyo electoral, la sensación de que hace mucho tiempo que gobierna. Ambos factores, conspiran contra la gobernabilidad del país, y tornarían la situación directamente ingobernable si existiera una oposición organizada y creíble. 

Cómo erosionar la imagen en 100 días

Jair Bolsonaro comenzó su gobierno el 1º de enero con un enorme capital político gracias a su contundente victoria en el balotaje y al shock de confianza que provocó en los mercados. Pero lo despilfarró velozmente hasta convertirse en el presidente peor valorado en el primer trimestre desde el retorno a la democracia, superando aún a Fernando Collor de Mello.

Sondeos de opinión efectuados por la empresa Datafolha arrojan como resultado que el gobierno es considerado pésimo o malo por un 30 por ciento de los encuestados, es regular para un 33 por ciento y óptimo o bueno para el 32 por ciento restante.

Los votantes de Bolsonaro lo eligieron porque visualizaron en él un cambio radical. Confiaron en que sacudiría al sistema político y resucitaría la economía. Pero estos 100 días iniciales fueron -como mínimo- accidentados. Para el 60 por ciento de los encuestados por Datafolha, el presidente hizo menos de lo esperado.

Para quienes lo votaron porque representaba radicalmente lo opuesto a los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) de Lula y Dilma, con el anhelo de una renovación política, de separar a la presidencia de los escándalos de corrupción, de tener un gobierno de tecnócratas y políticas públicas eficaces, Bolsonaro ciertamente no estuvo a la altura de las circunstancias. Para quienes se vieron atraídos por su agenda económica liberal, aún hay esperanzas de una mejora. Sólo para quienes se identifican absolutamente con su discurso de extrema derecha hay plena satisfacción. Pese a que son una minoría de sus votantes, son quienes mejor se mueven en los microclimas de las redes sociales, de la mano de su hijo Carlos, el estratega político en internet, donde el presidente tiene 26 millones de seguidores.

¡Es la economía, estúpido!

Justamente el terreno en el cual se va a librar la batalla principal, es aquel en el cual el presidente reconoce que no tiene conocimientos. Luego de una intervención para que Petrobras no subiera el precio del diésel por miedo a que los camioneros paralizaran el país, medida que le hizo perder a la petrolera estatal 8.330 millones de dólares en la bolsa, Bolsonaro recordó públicamente: no soy economista, ya dije que no entendía de economía. Un comentario más digno del Chavo del 8 que de un primer mandatario. Y una medida que impactó negativamente sobre una economía que ofrecía tibias señales de crecimiento. 

Bolsonaro inició su mandato con el acompañamiento de expectativas económicas positivas, de hecho, hubo una sucesión de récords en la Bolsa de Sao Paulo tras su asunción. Pero ese optimismo inicial de los mercados no implicaron mejoras tangibles para la ciudadanía. El desempleo subió hasta el 12,4 por ciento mientras se suceden las rebajas en las previsiones de crecimiento económico que, para este año, pasaron de una estimación inicial del 2 por ciento a una del 1,3.

1360 días más

Es el tiempo que resta del mandato de Jair Messias Bolsonaro y de su discurso homofóbico, misógino y racista. Es también el tiempo que tiene el clan Bolsonaro para lograr que el pater familia alcance la reelección. Los Bolsonaro funcionan efectivamente como un clan, con los tres hijos del mandatario estratégicamente situados en las dos cámaras del congreso. La influencia de los tres hermanos sobre el patriarca es causante de fricciones constantes dentro del gabinete. Fue Eduardo y no el ministro de Relaciones Exteriores quien estuvo en el Despacho Oval con su padre y con Donald Trump. Flavio, el primogénito, fue el flanco por el cual ingresaron las sospechas por corrupción: el senador es investigado por recibir pagos irregulares. Existen además, sospechosos vínculos de la familia con las milicias de Río de Janeiro.

Pero también hay dos lecciones importantes que pueden extraerse de los primeros cien días de la presidencia de Bolsonaro. La primera es que todos los temores estaban fundados. A modo de ejemplo de cómo el racismo del discurso no era solamente nominal, el gobierno lanzó abiertamente un ataque sin precedentes contra los pueblos originarios con el objetivo explícito de destruirlos como pueblos, asimilarlos por la fuerza y saquear sus tierras, en consonancia con los intereses del sector agropecuario que apoyó a Bolsonaro en la campaña electoral. La segunda lección, es que existen maneras de ponerle límites a Bolsonaro. Las instituciones, los tribunales, el congreso y la sociedad civil pueden proporcionar bloqueos legales y prácticos si tienen voluntad de hacerlo, si se organizan y si se movilizan para evitar un desbarranque que podría ser catastrófico.