Manifestaciones multitudinarias en las calles, investigaciones judiciales por hechos de corrupción, la economía en retroceso, un juicio político en ciernes. Brasil es un caos. Llegó a esta situación porque dos crisis se superpusieron.

La economía brasileña se encuentra hoy con una inflación en torno al 10 por ciento, una desocupación que oscila el mismo porcentaje un déficit fiscal que no puede revertir y el país no crece. Las medidas del manual neoliberal que adoptó Dilma Rousseff desde que fue reelecta, sólo empeoraron las cosas y, de ese modo, con un gabinete copado inicialmente por tecnócratas cultores de los principios que dicta el mercado, perdió hasta el apoyo de sus propios partidarios. Bill Clinton fue el más claro de los políticos cuando sentenció “¡es la economía, estúpido!”. El problema en Brasil es ante todo económico y es lo que puso al gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) contra las cuerdas.

La otra crisis es la de la corrupción. El escándalo del petrolao, que se hizo público en el marco de la operación Lava Jato, desnudó una trama corrupta en torno a la empresa petrolera estatal Petrobras sin precedentes en el país y que dejó expuestos a numerosos políticos y funcionarios del oficialismo y de la oposición. Las cifras de la rapiña son escandalosas y se calculan -aunque no hay certezas- en más de ocho mil millones de dólares.

La confluencia de ambas crisis puso a los brasileños ante la evidencia de que mientras ellos la pasan mal, un puñado de aprovechadores la pasan muy bien. Es entonces cuando estalla la furia social y el enojo comprensibles, pero también entra en crisis la legitimidad del sistema político y aparece el peligro de confundir los roles con quienes ocupan esos roles.

El caos está servido

Los más de tres millones y medio de brasileños que se manifestaron en las calles la semana pasada, ya no lo hacían solamente contra el oficialismo o contra las figuras de Luis Inazio Lula Da Silva y Dilma Rousseff. La furia social se volvió contra toda la dirigencia política sin distinciones. Hubo opositores al gobierno que ni siquiera están siendo investigados por la justicia y que fueron a mezclarse con los manifestantes, pero se encontraron con insultos y se les reclamó que se marcharan. Tal fue el caso de Aecio Neves, miembro destacado del opositor Partido de la Social  Democracia Brasileña (PSDB), quien disputó hasta en el ballotage la presidencia de la República con Dilma Rousseff a finales de 2014.

Ante semejante enojo desatado -las del domingo 13 de marzo fueron las mayores manifestaciones en la historia de la democracia brasileña- los partidos políticos hicieron una veloz lectura del estado de cosas. Y como a ningún político que se precie de serlo le gusta abandonar el poder, los reacomodamientos no se hicieron esperar. El Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), principal aliado del PT en el gobierno, dispuso un compás de espera de 30 días para evaluar si continuará con la alianza o si tomará otro rumbo. En ese mes, no aceptará ningún cargo público más de los que ya tiene, que son muchos y de la mayor relevancia. El PMDB ocupa la vicepresidencia, siete de los 31 ministerios del poder ejecutivo, el gobierno de siete de los 27 estados que componen el país, y cuenta con numerosos legisladores en ambas cámaras del Congreso, además de la presidencia de los diputados.

Si el PMDB abandona el gobierno, la suerte de Dilma Rousseff ante el juicio político que se aproxima, estará sellada. Especialmente si se tiene en cuenta que un correligionario del PMDB, el vicepresidente Michel Temer, se convertiría en primer mandatario.

Es en este contexto que la designación de Lula como Jefe de la Casa Civil -el máximo cargo público después de la presidencia- era necesaria para renegociar acuerdos políticos.

Hechos e interpretaciones

Es cierto que el nombramiento de Lula como Jefe de la Casa Civil -equivalente a la jefatura del Gabinete de Ministros en Argentina- obedecía a una necesidad de proteger al exmandatario de los avances de la justicia. La Policía Federal ya lo había llevado a declarar en un episodio turbulento y, posteriormente, la justicia de Sao Paulo pidió la prisión preventiva en su contra, siempre en el marco de las investigaciones en torno al escándalo del petrolao. Pero el nombramiento tenía también otro objetivo, estrictamente político, que era reunir el poder de liderazgo social de Lula con el poder formal. Lula iba a convertirse en el “presidente de hecho” del país, en una jugada política muy similar a la que aplicó exitosamente Vladimir Putin hace unos años cuando envió a Dimitri Mevdeved -su aliado y alter ego político- a ocupar la presidencia de Rusia para quedarse él en el cargo de primer ministro. Desde ese sitio, se suponía que Lula negociaría con mayor holgura algunos acuerdos partidarios tendientes a evitar el juicio político a Dilma.

El propio Lula conocía los riesgos que corría. El nombramiento le daría fueros, y con ellos estaría protegido de la justicia ordinaria. Pero podría aparecer ante la opinión pública asumiendo de modo implícito la culpabilidad de las acusaciones que le endilgaron. En 1988 él mismo sentenció “cuando un pobre roba, va preso, pero si es un rico se convierte en ministro". Además, al ser ministro, sólo el Supremo Tribunal Federal -máximo organismo de la justicia brasileña- podría quitarle los fueros para acusarlo y condenarlo, con la gravedad de que si así lo hiciera, no habría instancia superior donde Lula pudiera apelar. Todo esto Lula lo sabía y pese a ello, decidió aceptar la designación. Lo que Lula no sabía, es que la Policía Federal grabaría una conversación suya con Dilma y que ese diálogo tomaría estado público.

Apenas se conoció la designación del expresidente como ministro, se conoció también la grabación en la que Dilma le decía que le había enviado el texto del nombramiento para que lo usara en caso de necesidad, es decir, si la policía acudía en su búsqueda. La indignación de los brasileños se trasladó nuevamente a las calles, esta vez de manera espontánea, sin la organización de las manifestaciones públicas anteriores. Al otro día, Lula asumió su cargo y 40 minutos más tarde, todo quedó en suspenso porque un juez interpuso una serie de medidas cautelares, tres hasta este domingo, que impidieron la asunción. 

Lula se quedó sin pan y sin torta. No pudo asumir su cargo, no puede negociar con los legisladores desde el poder, no está a salvo de la justicia ordinaria y tiene que absorber todo el desgaste de la situación. El deterioro de su imagen pública hunde todavía más a la presidente y la deja prácticamente a merced de los legisladores que -juicio político mediante- la ofrecerán como chivo expiatorio de todos los males brasileños.

Mientras todo eso sucedía de manera vertiginosa, el Supremo Tribunal de Justicia, que mantenía frenado el proceso de juicio político contra Dilma, resolvió cómo debía constituirse la comisión en la Cámara de Diputados que debe plantear la acusación. Los complejos mecanismos del juicio político contra Dilma Rousseff ya están en marcha. Vale una aclaración al respecto. La acusación que pesa sobre la presidente no está relacionada con el petrolao, sino con la manipulación de las cuentas públicas para no revelar el verdadero déficit fiscal que había en plena época de campaña electoral por la presidencia, hacia fines de 2014. Hasta el momento no hay un vínculo directo entre Dilma y la corrupción en torno a Petrobrás.

Riesgos

La legitimidad se compone un complejo entramado de creencias y acuerdos entre gobernantes y gobernados acerca de las reglas de juego del Sistema Político. La creencia popular se encuentra fuertemente erosionada en estos momentos. La legitimidad languidece. Se corre el riesgo de que, al deslegitimarse el sistema político, los brasileños concluyan por identificar democracia con inoperancia  y corrupción. Que piensen que su dirigencia política es en esencia corrupta y que terminen por pagar santos por pecadores. Pero no todos los políticos son iguales. En las democracias hay corrupción pero también hay medios para denunciarla y condenarla. Si fallaran, aun queda la sanción social y la posibilidad de no votar nunca más al corrupto. Por el contrario, los regímenes autoritarios pueden corromperse ilimitadamente y simular austeridad porque nadie puede contradecirlos.

Lo cierto es que -guste o no- en Brasil la justicia está trabajando. Sería una necedad denunciar un “golpe judicial”. El poder judicial no está investigando la corrupción de un gobierno que ya se terminó, ni empezó a investigar cuando la popularidad de la presidente cayó por debajo del 10 por ciento de aceptación. Está investigando desde marzo de 2014, antes de que Dilma fuera reelecta y cuando Lula era aún incuestionable.

El caos brasileño amenaza con arrastrar a muchas personas al fango. Es deseable que no suceda eso con el sistema político en su conjunto y que todos los actores que lo componen aprendan de lo que está sucediendo para corregirlo y mejorarlo. Pero por ahora, el futuro brasileño parece tan negro y viscoso como el petróleo.