La muerte de Hugo Chávez en 2013 y el colapso de los precios del petróleo poco tiempo después significaron el derrumbe de dos pilares fundamentales de la denominada revolución bolivariana. Desde entonces, Venezuela ingresó en una profunda crisis que parece no tocar fondo. En realidad, quedó en evidencia con más fuerza que nunca la crisis estructural del agotamiento del patrón petrolero rentista que data de los comienzos de la década de los '80 y que parecía haberse superado durante la primera década de este siglo, debido al aumento del precio de las materias primas a nivel global. 

Nicolás Maduro, sin la capacidad de liderazgo de Chávez, ganó las elecciones presidenciales de  2013 con un margen tan estrecho que el proceso electoral mismo fue puesto en tela de juicio. La debacle electoral del chavismo se hizo más evidente en 2015, cuando la oposición ganó por amplia mayoría las elecciones legislativas, obteniendo dos terceras partes de los escaños de la Asamblea Nacional. Con esa mayoría calificada, la oposición podía acceder al nombramiento de los integrantes del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) y del Consejo Nacional Electoral (CNE), ambos organismos dominados por integrantes afines al oficialismo. Fue entonces que el gobierno de Maduro se percató de que había perdido la mayoría del apoyo popular e igualmente que no podía sostenerse en el poder si continuaba sometiéndose a los límites legales y constitucionales. Quizás ese sea el momento en el que puede situarse el fin de la democracia en Venezuela. 

El gobierno comenzó a adoptar una serie de decisiones que lo fueron apartando cada vez más de la Constitución bolivariana diseñada por Chávez. Se canceló el referéndum revocatorio que había sido celebrado como una de las conquistas más importantes de la democracia participativa. Se pospusieron las elecciones de gobernadores que obligatoriamente tenían que realizarse en diciembre de 2016. Se designó en forma inconstitucional a los integrantes del TSJ y del CNE. Pero por sobre todas las cosas, desconociendo por primera vez los resultados de una elección popular, a través del TSJ el gobierno declaró que la Asamblea Nacional estaba en desacato y repartió sus atribuciones constitucionales entre el Poder Ejecutivo y el propio TSJ. 

Desde febrero de 2016, Maduro ha gobernado sobre la base de poderes autoasignados en virtud del  estado de emergencia, sin contar para ello con el aval constitucionalmente requerido de la Asamblea Nacional y por un período superior al máximo permitido por la propia Constitución.

En estas condiciones se produjo a mediados de 2017 una fuerte ofensiva contra el gobierno por parte de sectores de la oposición, que combinó movilizaciones pacíficas en las principales ciudades del país, actividades violentas, destrucción de instalaciones públicas de educación, salud y transporte, e incluso actos terroristas y la operación de grupos paramilitares que contaron con apoyo exterior. El gobierno respondió con una indiscriminada represión complementada a su vez por colectivos civiles armados que atacaron violentamente a las movilizaciones opositoras. El resultado fue una escalada de violencia que provocó más de 120 muertos, centenares de heridos y detenidos, muchos de ellos pasados directamente a tribunales militares.

En ese contexto Maduro anunció la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente (ANC). En un marco democrático y respetuoso del estado de derecho, una ANC es un proceso inclusivo y participativo en el cual los más amplios y diversos sectores de una sociedad pueden deliberar, negociar y acordar criterios y normas básicas tendientes a alcanzar un modelo de sociedad al cual se aspira. Ese fue el caso de la Asamblea Constituyente convocada mediante un referéndum nacional en los primeros meses del gobierno de Hugo Chávez en 1999. Pero esa experiencia nada tuvo en común con la convocatoria hecha por el presidente Maduro. Si bien la Constitución no es totalmente explícita al respecto, sí establece una diferencia clara entre tomar la iniciativa de la convocatoria -algo que puede hacer el presidente- y convocar -atribución exclusiva del pueblo soberano de acuerdo al artículo 347 de la Constitución-, lo que implica que se debería haber realizado un referéndum consultivo sobre si se convocaba o no, tal como ocurrió en 1999. El gobierno de Maduro se salteó ese paso porque no contaba con el apoyo electoral requerido para ganar esa consulta. Igualmente problemático fue el diseño de las bases comiciales, absolutamente arbitrario, que tuvo por objetivo convertir un apoyo minoritario al gobierno en una mayoría aplastante y supuestamente soberana en la ANC.

Se alteraron las formas en se habían realizado las elecciones anteriores, se creó un doble régimen de representación: territorial y sectorial. En el régimen territorial se le dio una extraordinaria sobrerrepresentación a los municipios rurales, menos poblados, sobre los municipios urbanos que concentran mayor población y donde es mayor el rechazo al gobierno. Se violó en forma expresa e intencional el principio constitucional de la representación proporcional.

Fue igualmente problemático el diseño de la participación sectorial. En las bases comiciales se definió que se elegirían constituyentes sectoriales en representación de cada uno de siete sectores de la población. Se dejó fuera del derecho al voto sectorial aproximadamente a cinco millones de ciudadanos, creándose una diferencia entre ciudadanos de primera con derecho a votar dos veces, y unos ciudadanos de segunda que sólo tenían derecho a un voto.
De acuerdo a la Constitución el voto no es obligatorio, pese a lo cual, portavoces del gobierno y hasta el propio presidente, amenazaron con las consecuencias que recaerían sobre los ciudadanos que no participasen. Se utilizaron las listas de los empleados públicos y trabajadores de las empresas del Estado y de los beneficiarios de los programas sociales para advertirles que perderían sus empleos y beneficios si no votaban. 

Para esas elecciones el CNE desmontó los principales mecanismos de control que habían convertido al sistema electoral venezolano en un modelo de transparencia y confiabilidad. No se llevaron a cabo varias de las auditorías exigidas por las normas electorales. No se utilizó tinta indeleble destinada a garantizar que cada votante sólo pudiese votar una vez. Se eliminó de hecho el papel de los cuadernos electorales. Dichos cuadernos eran auditados con la participación de representantes de los diferentes grupos políticos para confirmar su exactitud. Cuando el CNE decidió, a último momento que los votantes podían sufragar en cualquier centro electoral de su municipio, y luego incluso fuera de su municipio, desapareció ese vital instrumento de control y transparencia del proceso electoral. También se limitó a los medios de comunicación la cobertura del proceso electoral. En ese contexto se llevaron adelante las elecciones del 30 de julio de 2017 para conformar la ANC aún vigente, que preveía originalmente una duración de dos años, aunque posteriormente Diosdado Cabello, hombre fuerte del régimen, anunció que duraría todo el tiempo que fuera necesario. 

La importancia del sistema electoral

Siguiendo al politólogo alemán Dieter Nohlen, la función de representación de un sistema electoral democrático debe cumplir con dos grandes fines. Por un lado, representación para todos en términos de que se vean representados los distintos grupos de personas, fundamentalmente, las minorías. Por otro lado, representación justa, es decir, una representación más o menos proporcional de las fuerzas sociales y políticas, equivalente a una relación equilibrada entre votos y escaños. Es decir que el número de escaños debe ser proporcional al número de votos, por lo tanto, mientras más proporcionalidad, mejor representación. A lo anterior se añade que ese criterio de representación justa y ese equilibrio también deben tomarse en cuenta al momento de establecer las circunscripciones electorales. Es decir, el sistema debe garantizar que las circunscripciones electorales se conformen con un número de población similar entre sí, de acuerdo al número de representantes a escoger.

El sistema electoral venezolano ya presentaba irregularidades que habían deteriorado la función de representación, haciéndola injusta y desproporcional. De acuerdo a lo ya relatado, el sistema electoral fue manipulado por el gobierno de Maduro de tal manera que agravó un circulo vicioso ya existente que tendía a sobrerrepresentar al oficialismo. Corrompió el sistema democrático al socavar, entre otros, dos de sus principales pilares, a saber, el principio de igualdad del voto y el de representación proporcional. En este sentido, el desequilibrio que consintió el sistema electoral para la representación de las fuerzas políticas permitió que un grupo se beneficiara obteniendo la mayoría de representantes con menos votos, cuestión que redujo la representación de opositores en todos los ámbitos. La hegemonía construida a partir de estos desequilibrios en las reglas de juego democrático, eliminaron progresivamente la separación de funciones en el ejercicio del poder público. La consecuencia fue el devenir del gobierno en una dictadura con fachada electoral. Porque las elecciones se convirtieron en sólo eso, una fachada.

Crónica de un fraude anunciado

En agosto de 2017, el presidente de Smartmatic, empresa que suministró la base tecnológica de todos los procesos electorales totalmente automatizados realizados desde 2004, declaró que no podía garantizar la veracidad de los resultados presentados por el CNE respecto de las elecciones mediante las cuales se conformó la Asamblea Constituyente, porque habían sido manipulados y se había inflado en por lo menos un millón el número total de votantes.

La empresa funcionó en Venezuela durante 15 años y asistió 14 elecciones. Cuando Smartmatic declaró públicamente que el CNE había anunciado resultados diferentes a los reflejados por el sistema de votación, se produjo la ruptura inmediata de la relación entre el cliente y el proveedor.

En adelante, Smartmatic no participó en las siguientes elecciones, a saber, las regionales del 15 de octubre de 2017, las municipales del 10 de diciembre de 2017 y las presidenciales del 20 de mayo de 2018. Como la empresa no participó en esos procesos, y dado que los productos de la compañía no estuvieron cubiertos por la garantía y no fueron certificados para esas elecciones, Smartmatic no pudo garantizar la integridad del sistema, ni pudo certificar la exactitud de los resultados. Desde la ruptura del vínculo, Smartmatic fue sustituida por ExClé S.A., una empresa argentina que no es ajena al CNE venezolano porque trabaja sobre el sistema biométrico desde el año 2004.

La traición más grande

El gobierno reasumido hace pocos días por Nicolás Maduro dista de ser legítimo y mucho más de ser democrático. Sin embargo, mucho mayor que la traición a una institucionalidad política y democrática que descansaba sobre las bases populares, mucho peor que la traición a aquella Constitución que el propio Chávez impulsó al inicio de su gobierno, la traición más grande de Maduro al legado de su mentor, es la destrucción del bienestar de los más desfavorecidos. Maduro y su gobierno son incapaces de controlar una hiperinflación que licúa constantemente los salarios, somete al pueblo a carencias de distinta índole y sofoca el descontento violentamente. Y a quien no le guste y pueda hacerlo, que se vaya: ya son alrededor de tres millones los venezolanos que emigraron en los últimos años, dando lugar a la crisis migratoria más extraordinaria de la que Sudamérica tenga memoria. Maduro empobreció a aquellos que Chávez sacó de la pobreza. En ese sentido, mató al chavismo.

El presidente y la dirigencia que lo acompaña se mantienen aferrados al poder en buena medida porque calculan que si lo soltaran, nunca más volverían a alcanzarlo. Entre otras cosas, porque se revelarían vínculos injustificables con guerrilleros colombianos, con narcotraficantes y con empresas como Odebrecht. Solamente lo sostienen militares, a los cuales les fue entregando crecientes cuotas de poder. Por menos que lo que sucede en Venezuela, otros líderes latinoamericanos dieron a regañadientes un paso al costado en el intento de evitar guerras civiles y la pauperización del pueblo. 

Pero cuidado, porque el destino final del gobierno de Maduro y quienes lo acompañan sólo deberán determinarlo los venezolanos. Los gobiernos de otros países podrán presionar y apoyar a quienes prefieran y eso hablará más de ellos que de quienes apoyen. Una intervención extranjera sería un acto demencial, peor aun que la indignidad a la que Maduro está sometiendo a sus compatriotas.

Ante un panorama tan delicado, la salida más racional sería que el poder regrese entonces a sus legítimos dueños, los venezolanos, para que pueden expresar su voluntad mediante elecciones libres, representativas, universales, legítimas y por sobre todas las cosas, democráticas.