Bielorrusia o Belarús (antiguamente Rusia Blanca), es un país situado en Europa Oriental sin costa marítima, que formó parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) hasta 1991, cuando se independizó. Limita al norte con Lituania y Letonia, al oeste con Polonia -estos tres países miembros de la Unión Europea (UE)-, al este con Rusia, y al sur con Ucrania. Su capital es Minsk y la mayoría de la población del país, que asciende a casi 10 millones de habitantes, vive en las áreas urbanas alrededor de Minsk y de las capitales provinciales. Como sucede en otras exrepúblicas soviéticas, si bien más del 80 por ciento de la población está compuesta por nativos bielorrusos, hay presencia de minorías de rusos, polacos y ucranianos.

Respecto de su organización política, Bielorrusia es formalmente una república presidencialista. De acuerdo con la Constitución, el presidente es elegido cada cinco años. El poder legislativo, denominado Asamblea Nacional es un parlamento bicameral compuesto por 110 miembros de la Cámara de Representantes -cámara baja- y 64 miembros del Consejo de la República -cámara alta-, aunque de hecho, el poder real lo tiene el presidente.

Aleksandr Lukashenko es quien ocupa ese cargo sin interrupciones desde 1994, en lo que para muchos constituye una dictadura lisa y llana pero -eso si- con fachada democrática, al mejor estilo Vladimir Putin. 

Defensor del pasado socialista, Lukashenko llegó al poder tres años después de la independencia y apeló a un intervencionismo estatal al mejor estilo soviético como forma de aplacar la crisis abierta por la desenfrenada apertura capitalista inicial. Nacionalizó la banca, duplicó el salario mínimo e impuso controles de precios. Concentró el poder político y persiguió a la oposición mediante la policía secreta, la KGB, que mantuvo el mismo nombre de la era comunista. 

Hasta hace pocos días, Bielorrusia era un país que no revestía mayor atención global, pero en las últimas semanas despertó preocupación en Europa primero y en el mundo después. El estancamiento económico y una mala conducción de la crisis sanitaria abierta por la pandemia de Covid-19 profundizaron el descontento popular y le dieron impulso a la oposición.

¿Qué pasó?

El 9 de agosto, Lukashenko ganó su sexta elección presidencial consecutiva. Se trató de elecciones amañadas, con las instituciones estatales que deberían controlar el efectivo cumplimiento de las reglas de juego de la democracia controladas por el presidente. Las cifras dan cuenta de que el sistema político bielorruso es cualquier cosa menos democrático: Lukashenko se impuso con el 80 por ciento de los votos. Esos números se ajustan a una dictadura plebiscitada, no a una democracia. 


En segundo lugar quedó Svetlana Tijanovskaya, con el 10 por ciento. La principal candidata de la oposición -hoy autoexiliada en Lituania- tuvo que postularse en lugar de su marido, el youtuber Serguei Tijanovski que fue proscripto y arrestado antes de los comicios. Lo mismo le sucedió a otros candidatos como Viktor Babaryko, banquero del Gazprombank también detenido, y Valery Tsepkalo, ex embajador de Bielorrusia en los Estados Unidos y México, vetado por no conseguir los avales necesarios.


El mismo día de la elección presidencial se registraron alrededor de 3 mil arrestos por parte de las fuerzas de seguridad. Es por eso que el mismo 9 de agosto se llevó a cabo la primera manifestación en Minsk para exigir la liberación de las personas detenidas. Simultáneamente y, ante el escándalo abierto por los resultados, los distintos sectores opositores denunciaron fraude. 

Durante los días siguientes el conflicto escaló. Las movilizaciones aumentaron y también la represión gubernamental. Hubo cortes en el servicio de internet en todo el país. El gobierno denunció operaciones desestabilizadoras extranjeras, pero la proliferación de huelgas, primero en las industrias de maquinaria agrícola y automotriz, luego de empleados y empleadas de los medios públicos y de la industria minera, dieron la pauta de la existencia de un hartazgo social tangible.

Ante este panorama, Lukashenko sostuvo que no habrá nuevas elecciones como pide la oposición, pero propuso una reforma de la Constitución. Desde el exterior comenzaron los juegos de presiones sobre el gobierno de Lukashenko. La UE impugnó las elecciones y reclama una transición democrática. Desde el bloque comunitario apoyan una una propuesta de mediación internacional ofrecida por la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa).

Además, la Comisión Europea reprogramará sus ayudas a Bielorrusia para canalizarlas a la sociedad civil. La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, anunció que se destinarán dos millones de euros a las víctimas de la represión gubernamental, un millón de euros para organizaciones sociales y medios de comunicación independientes y 50 millones de euros para paliar el impacto de la pandemia.

Ante la presión europea,  Lukashenko advirtió  a la UE que no debe interferir en la política interior de su país y pidió apoyo al presidente de Rusia, su aliado tradicional. La canciller alemana Angela Merkel y el presidente francés Emmanuel Macron mantuvieron una comunicación telefónicamente con Vladimir Putin para abordar la situación de Bielorrusia. Hay recelo entre la UE y Rusia y cada actor teme que la otra parte intente sacar provecho de la inestabilidad de Lukashenko. 

 

Una pieza de ajedrez en el tablero estratégico europeo

Lukashenko mantuvo hasta ahora a Bielorrusia cerca del área de influencia rusa, en un claro contraste con la mayoría de los países de Europa oriental. Tras la caída de la URSS, esos países se inclinaron hacia Occidente. Varios de ellos ingresaron a la UE y, como es el caso de los bálticos -Estonia, Letonia y Lituania- hasta permitieron la instalación de bases militares estadounidenses en la frontera rusa. 

La Bielorrusia de Lukashenko por el contrario, se sustrajo a la influencia occidental y resistió a la oleada de las denominadas revoluciones de colores de comienzos de siglo. Impulsadas principalmente desde los Estados Unidos, estos movimientos civiles lograron desarticular gobiernos prorusos o antioccidentales en Georgia, la exYugoslavia, Ucrania y Kirguistán. Sin embargo, su versión bielorrusa, la revolución blanca de 2006, fracasó.

Es por eso que, independientemente de la voluntad del pueblo bielorruso, es menester dejar claro que en el país se juega mucho más que una disputa electoral. Eso se puso de manifiesto con la posición de las potencias occidentales de desconocer los comicios y exigir la renuncia del jefe de Estado, y también por la reacción opuesta tanto en Rusia como en China, cuyos gobiernos han reconocido y felicitado a Lukashenko por su reelección.


El futuro de los bielorrusos aparece entonces atrapado entre los intereses de Rusia y la UE. Algunos analistas señalan que, a diferencia de la crisis de Ucrania en 2014, provocada en parte por el acercamiento del gobierno de ese país a la UE, lo sucedido en Bielorrusia responde principalmente al hartazgo de la población con el régimen de Lukashenko. La pandemia de Covid-19 y la crisis económica habrían avivado el deseo latente de cambio.

Por otra parte, si bien hasta hace poco las relaciones entre Bielorrusia y Rusia se habían enfriado, la crisis desatada el 9 de agosto volvió a acercar posiciones. Putin buscará sostener a su aliado para evitar perder influencia en el marco de un mundo en transición cuyo horizonte todavía es incierto.

En este contexto, otros hechos entran en juego. El invierno venidero en Europa obligará a Merkel y a la UE a negociar con Rusia la provisión de gas. El presunto envenenamiento del líder opositor ruso, Alexei Navalny, expone a Putin una vez más ante la comunidad internacional. Las elecciones presidenciales en los Estados Unidos provocan una contención del aliento político global hasta saber quién será el próximo jefe de la primera potencia global.
Todo tiene que ver con con todo en el complejo tablero de ajedrez político europeo, en el cual   Lukashenko hoy está jaqueado.