Ya hablamos de los vaivenes en la vida de Manuel Belgrano y de la creación de la bandera. Hoy hablemos del 20 de junio, concretamente del 20 de junio de 1820.

La calamitosa decadencia del prócer se aceleró entre 1819 y 1820. Para 1819, después de varios años como jefe del Ejército del Norte, decidió afincarse en Tucumán donde vivió con una pobreza franciscana, una salud desdichada y la más cruda soledad. "Abandonado de todos y reducido a una estrecha pobreza, solo le visitaban dos o tres amigos, no más", escribió Mitre en su célebre biografía del creador de la bandera.

En el cúmulo de maltratos que recibió en su vida política, Belgrano también se desencantó pronto de la provincia de Tucumán que, convulsionada por divisiones internas y por los enfrentamientos entre unitarios y federales que ya empezaban a adueñarse de la escena política del país, decidió volverse a Buenos Aires. José Balbín, un comerciante amigo que lo visitaba en su soledad tucumana, recibió la confesión del pobre Manuel: “yo quería a Tucumán como a la tierra de mi nacimiento; pero han sido aquí tan ingratos conmigo, que he determinado irme a morir a Buenos Aires, pues mi enfermedad se agrava cada día más". Se le pidió dinero al gobernador tucumano para poder costear el viaje de quien tanto había hecho no solo por la provincia sino por toda la región, pero desde la casa de gobierno le contestaron que las arcas estaban flacas y que no podían ayudarlo asique el amigo Balbín, que había caído en el norte por negocios y que tan mal no le iba, se puso entonces con 2000 pesos plata, un monto que haría transpirar a cualquiera por aquel tiempo. Belgrano le agradeció, le prometió la devolución del préstamo  (vaya a saber con qué) y emprendió su vuelta a Buenos Aires.

En Febrero de 1820, Manuel acompañado de su médico personal, el escocés Joseph Redhead, un capellán y dos asistentes, emprendió la vuelta a su lugar de nacimiento. El viaje estuvo marcado por el drama y la ingratitud: "sus piernas estaban tan hinchadas, y su estado de postración era tal, que cuando llegaban a alguna posta, sus ayudantes le cargaban en hombro para bajarlo del carruaje y conducirle a la cama. En todo su camino no encontró la menor muestra de simpática hospitalidad", cuenta Mitre, que remata con esta escena: "en Córdoba, llegó a una casa, al anochecer, donde después de ser colocado en su cama por brazos ajenos, pidió a su ayudante (...) llamase al maestro de posta. Este contestó con sarcástica insolencia: 'dígale usted al general Belgrano que si quiere hablar conmigo, venga a mi cuarto que hay igual distancia'“. Ahí también pidió a las autoridades una ayuda económica para seguir viaje, pero el gobernador cordobés le dio la espalda y la ayuda vino otra vez de manos de un comerciante local.

En marzo de 1820, Belgrano llegó con su comitiva a una Buenos Aires que estaba tanto o más convulsionada que la Tucumán que había dejado hacía un mes. El caos en la ciudad era tal que los historiadores hablan de “anarquía del año ‘20” para referirse a la situación que atravesaba Buenos Aires por ese entonces.

Los asistentes ayudaron a Belgrano a entrar a la que fuera la casa de su padre, donde pasaría sus últimos tres meses. “Pasó sus días sentado en un sillón, y a la noche en vigilia, incorporado en su cama, porque no podía acostarse del todo", cuenta Mitre. Lo visitaba más gente que en Tucumán, demasiada gente, tanto así que por momentos pedía estar solo. Su amigo, Manuel Antonio Castro, escribió que una vez osó interrumpirlo en esos momentos de soledad que tanto anhelaba el creador de la bandera y preguntado sobre qué estaba pensando, Belgrano contestó: "pensaba en la eternidad adonde [sic] voy, y en la tierra querida que dejo. Espero que los buenos ciudadanos trabajen en remediar sus desgracias".

Los gobernadores de Tucumán y Córdoba le habían dado la espalda, pero no fue el caso del gobernador de Buenos Aires, Ramos Mejía, que le envió una suma casi honorífica ya que no alcanzaba para mucho. De hecho, tan flaca era la suma, que en el mismo oficio en el que el gobernador bonaerense le hacía entrega del dinero, le pedía disculpas. Belgrano entendió la situación de la provincia, le agradeció y pidió que se le adelantara parte del reconocimiento económico que le correspondía por sus acciones en el Alto Perú para poder pagar deudas. No quería donaciones, quería el dinero que le habían prometido. Ramos Mejía solicitó a la Cámara de Representantes de Buenos Aires que se hiciera lugar a la petición atento su "indigencia" y "el estado de salud ruinoso". La Cámara no le dio bola ni a Ramos Mejía ni a Belgrano.

A principio de junio lo visitó Balbín, aquel que en Tucumán le había financiado la vuelta a Buenos Aires y recordó en sus memorias la última charla que mantuvo con el prócer, quien culposo por no poder retribuirle el gesto, le dijo: "me hallo muy malo, duraré muy pocos días. Espero la muerte sin temor pero llevo al sepulcro un sentimiento: muero tan pobre que no tengo con qué pagarle el dinero que usted me prestó; pero no lo perderá. El Gobierno me debe algunos miles de pesos de mis sueldos, y luego de que el país se tranquilice se los pagaran a mi albacea [nombre que recibe la persona obligada a cumplir la última voluntad del difunto y ejecutar el testamento], quien queda encargado de satisfacer la deuda”. El dinero, vale destacar, nunca le llegó al albacea.

El 19 de junio de 1820 se dio la conocida anécdota del reloj. Según un testigo presencial, Francisco Chás, Belgrano le pidió a su hermana Juana que descolgase un reloj de oro y mirando a su médico Redhead le dijo a los presentes: "es todo cuanto tengo que dar a este hombre bueno y generoso".

El 20 de junio a la siete de la mañana, Manuel dejó este mundo. Muy pocos medios se hicieron eco de la noticia y al tema se le dio poca relevancia porque el estado de convulsión en que se encontraba Buenos Aires hizo que en ese mismo día hubiese tres gobernadores. Ese 20 de junio la muerte de Manuel Belgrano no le importó a nadie, este 20 de junio sí.

(*) Abogado. Integrante de la Cátedra de Historia Constitucional Argentina, Facultad de Derecho, UNR