En 2011 la corriente de protestas antisistema alentada principalmente por el gobierno estadounidense conocida como la primavera árabe se convirtió en una guerra civil que enfrentó a distintas facciones tribales en Libia y produjo la intervención de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el sangriento derrocamiento de Muamar Gadafi, el excéntrico dictador que gobernó el país por más de 40 años. 

La primavera

La opinión pública occidental observó impávida la destrucción de un país entero y hasta el empalamiento y muerte de Gadafi sin mayor preocupación, quizás porque se trataba de una dictadura en un país musulmán de trascendencia relativa.

Es cierto que el dictador libio estaba acusado por abusos y violaciones de los derechos humanos y también es cierto que durante su gobierno, convirtió a su país -rico en petróleo- en uno de los que más alto estándar de vida tuvo el norte de África, con atención médica y educación gratuitas, entre otros beneficios.

Las antiguas disputas tribales en el seno del país nunca dejaron de existir sino que se mantuvieron en estado latente desde que Libia se constituyó como Estado independiente. Pero entre la estabilidad política sostenida por la fuerza, y el bienestar económico, Libia se convirtió en un destino apetecible para miles de africanos del centro y el sur del continente. De esa manera, con un Estado capaz de controlar las fronteras y al mismo tiempo de ofrecer oportunidades a migrantes de la región, Libia se transformó en una suerte de tapón en el norte de África, que evitaba que cientos de miles de personas intentaran sortear el mar Mediterráneo con destino a Europa. Además, para sorpresa del mundo, unos años antes, el dictador se había reconciliado con el mundo al renunciar unilateralmente a su programa de desarrollo de armas de destrucción masiva. Exhultante, Gadafi era recibido en ese entonces en Italia y Francia con honores, al ritmo al que financiaba campañas electorales de los gobernantes de ambos países.

Esa aparente estabilidad se rompió con con la llegada de la primavera árabe y la muerte del líder libio y, después de ocho años, el caos y la guerra interna continúan en Libia y su capital, Trípoli. A esta altura, es una anécdota recordar que buena parte del apoyo occidental a las facciones adversas a Gadafi, estaban alentadas por los cambios de contratos petroleros que llegarían con el reemplazo del dictador.  

El infierno

Desde entonces proliferaron miles de milicias armadas -con influencia real en el destino del país- que se reúnen en torno a los dos centros de poder político en los que se dividió la nación, uno en el este y otro el oeste, con instituciones paralelas. En el desierto que media entre ambos, hay presencia -aunque disminuida- del Estado Islámico (ISIS).

En el occidente y, más concretamente en Trípoli, tiene asiento la autoridad reconocida por la comunidad internacional, el Gobierno del Acuerdo Nacional (GNA por sus siglas en inglés), liderado por el primer ministro Fayez Sarraj. Durante los últimos tres años obtuvo el apoyo de distintas milicias y de varios políticos, pero tiene poco poder real sobre el resto del país.

En oriente, en la ciudad de Tobruk, está el parlamento elegido en 2014 después de unas disputadas elecciones y a cuyos representantes son fieles las tropas de Jalifa Haftar, un general renegado que  lleva el mando militar de un gobierno paralelo. Los parlamentarios se mudaron a esa ciudad a mil kilómetros de la capital cuando las fuerzas que tenían el poder se negaron a cederlo tras los comicios. En 2015, algunos de los parlamentarios respaldaron un acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para formar un gobierno de unidad pero, desde entonces, el Congreso se ha negado a reconocerlo, ha bloqueado los esfuerzos para organizar nuevas elecciones y quiere a Haftar al frente del país.

Pero ese no es el único aspecto que divide a los legisladores. También están enfrentados ideológicamente puesto que algunos son islamistas militantes o moderados, otros son secesionistas o monárquicos y otros son liberales.

En ese contexto, Haftar decidió la semana pasada reunir sus tropas para ir conquistar la capital. Desde entonces, Trípoli se encuentra bajo asedio y se reportan decenas de muertos y heridos. Varios pueblos vecinos a la capital han sido ya capturados por las tropas leales a Haftar, y sus aviones incluso han bombardeado el aeropuerto internacional de Trípoli.

Distintos organismos y países que tienen tropas o negocios en Libia ordenaron la salida de su personal y muchos temen que el asedio de Haftar provoque un derramamiento de sangre mayor. Mientras tanto, las fuerzas progubernamentales, respaldadas por la ONU, anunciaron una contraofensiva que denominaron Operación Volcán de la Ira.

El país está repleto de armamento saqueado del arsenal de Gaddafi o proveniente de países de la región que apoyan a las distintas facciones rivales. Las lealtades de las milicias cambian por conveniencia y por la necesidad de sobrevivir. Y el que mayor solidez ha mostrado en el último tiempo es justamente el Ejército Nacional Libio de Haftar, constituido por exunidades del ejército y milicias leales a ellas y que cuenta con el apoyo de grupos tribales en el sur y otras milicias conservadoras salafistas.

En la capital, el grupo mayoritario es la denominada Fuerza de Protección, que se formó en diciembre de 2018, y está formado por cuatro milicias clave: los revolucionarios de Trípoli, las fuerzas de seguridad central de Abu Salim, el batallón Nawasi y las fuerzas especiales de disuasión.

Algunos grupos en Trípoli, como la Brigada Salah al-Burki, se han negado a aceptar la autoridad del GNA, pero se cree probable que tomen las armas contra Haftar dado su apoyo al antiguo Parlamento dominado por los islamistas que estuvo en el poder en la capital entre 2014 y 2016.

Las poderosas milicias de la vecina Misrata, como la Brigada 301, que fueron fundamentales en la lucha contra Gadafi y luego, contra el Estado Islámico, también enviaron sus fuerzas a Trípoli a raíz de los avances del LNA.

Respecto de ISIS, cabe señalar que producto del caos que se produjo tras la caída de Gadafi, el grupo radicalizado se afianzó en el país. Sus fuerzas llegaron a ocupar Sirte, la ciudad natal del exlíder libio, que fue devastada. Sin embargo, los grupos armados de la ciudad de Misrata y la región central, lograron expulsar a la mayor parte de los militantes del Estado Islámico de la ciudad en agosto de 2016, con respaldo occidental, principalmente de ataques aéreos estadounidenses. El grupo ya no controla ninguna ciudad o pueblo, pero todavía tiene presencia en varios escondites en el desierto. Ahora es una fuerza disminuida, aunque ha estado detrás de algunos ataques en la capital, lo que socava aún más la seguridad.

Impacto internacional

La mayoría de las naciones y organizaciones occidentales respaldan al gobierno de unidad. Pero Haftar ha contado por años con el apoyo de Egipto y los Emiratos Árabes Unidos. El líder del LNA también realizó una visita a Arabia Saudita una semana antes de lanzar su ofensiva contra Trípoli. El general Haftar hizo además varios viajes a Rusia, fue recibido en un portaaviones ruso frente a las costas de Libia y recientemente el gobierno de Vladimir Putin vetó una declaración del Consejo de Seguridad de la ONU que condenaba su avance hacia Trípoli.

El gobierno de Francia, que ha asumido un papel de mediación, se ha negado a tomar partido a pesar de las sospechas sobre su relación con Haftar. El presidente Emmanuel Macron fue el primer líder occidental que lo invitó a Europa para participar en las conversaciones de paz y Francia lanzó ataques aéreos en apoyo de sus fuerzas en febrero.

Mientras tanto, en Libia, los enfrentamientos amenazan con interrumpir aún más los suministros de petróleo y alimentar la migración a Europa. Para envidia de los argentinos, la inflación ha mejorado en Libia, pero la comida sigue siendo costosa y los hospitales tienen escasez de medicamentos. La seguridad es prácticamente inexistente. Las mujeres se sienten especialmente amenazadas, principalmente por la posibilidad de ser secuestradas. En el país hay más de 170 mil personas desplazadas.

Pero en realidad, los gobiernos europeos y estadounidense no parecen dispuestos a reconocer que aquella primavera árabe, la que desencadenó el infierno en Libia, es en buena medida responsabilidad de ellos y de sus intereses vinculados al petróleo.