El clima no ayuda. El inesperado frío ahuyenta. “Hace algunas semanas atrás esto estaba así de gente”, dice el mozo de uno de los bares juntando y separando los dedos de su mano. La primera panorámica es bastante atípica para una tarde de abril. La impresión es que todo debería estar multiplicado. Hay menos corredores, menos paseadores de perros, menos chicos con sus skates, menos parejas abrazadas frente al río y menos amigos sentados en torno a un mate. Son las 17.45 y en el Parque España están solo los acérrimos amantes del aire libre.  

El borde de las escalinatas hay un poco de música. Flavio y Martín tocan la guitarra emponchados hasta las narices. El extraño silencio hace más potente el sonido de las cuerdas. Ese punto del parque permite sacar varias fotografías. Todo se aprecia desde ahí. Las postales son de folletos turísticos. Abajo, una explanada de cemento con jóvenes practicando deportes alternativos, una coqueta costanera y un horizonte con agua, cielo y enormes barcos. A los costados, un bucólico e impoluto espacio verde con caminos empedrados y una estructura rojiza que realza aún más el lugar.

Los rosarinos que frecuentan el parque lo sienten propio. Coinciden en que se trata de un espacio público que lo tiene “casi” todo. “Está bueno para hacer deportes, para pasear en pareja, para contemplar el río, para sentarse en algún barcito a tomar algo. A mí me encanta”, resume Sebastián mientas se agarra la punta del pie. Su trote acaba de terminar.

Pero el deportista pone un "pero" en su descripción. “Lo que veo es que falta seguridad, cada tanto hay algún grito y algún arrebato. Sobre todo cuando baja el sol. Te lo digo porque siempre corro por acá”, aclara para darle validez a su relato. Más voces coinciden con el maldito grano de la inseguridad.

A Marta, una señora que camina junto a su hija adolescente, le dan “mala espina” las "banditas" que se juntan “con las patinetas”. “Dan un poco de miedo, ellos y los cuidacoches generan un clima tenso”, sentencia. La mujer dice que a ella nunca le robaron pero que conoce mucha gente de la zona que fue “atacada” dentro del parque.

Jorge, el único padre valiente que juega con su hijo dentro del arenero (el frío es cada vez más intenso), reniega de los discursos alarmistas. Dice que por lo general el parque es “muy tranquilo” y que hay robos y arrebatos como en cualquier otra parte de la ciudad. “Es imposible pensar en una seguridad plena en una ciudad con muchos índices de violencia. Lo que sí pediría más policías recorriendo la zona. Me parece que ayudaría hasta para calmar la psicosis”, reflexiona.  

La sensación de poca presencia policial es corroborada por este cronista. El reloj marca las 18.20 (35 minutos de paseo) y las fuerzas de seguridad brillan por su ausencia. Ni patrulleros, ni policías a pie. Las dos sirenas que avanzan por la avenida no llegan para custodiar el lugar: son una ambulancia y una móvil de una medicina privada que parecen dirigirse a una emergencia.

Los trabajadores de los dos bares enclavados en medio del parque se refieren a “hechos menores de inseguridad”, como robos de carteras o de celulares. Sin embargo, cuando la charla se torna más amena, hacen referencia a un "grave episodio" que ocurrió semanas atrás, más precisamente la tarde del 6 de abril. Las crónicas de los diarios dieron cuenta de un adolescente de 17 años apuñalado al intentar resistir un robo en plenas escalinatas.

Son las 18.45 y la recorrida llega a su fin. La oscuridad empieza adueñarse de un parque cada vez más vacío. Una hora exacta de caminata. Ningún policía en el camino.