Antes de las guerras de bandas, de la corrupción policial institucionalizada, de los territorios liberados en amplios sectores de la ciudad, las drogas provocaron situaciones de temor y conmoción en Rosario igualmente intensas que las del presente. Si en comparación con las dimensiones actuales del narcotráfico pueden parecer de escasa significación, en el momento en que ocurrieron fueron percibidas como hechos que comprometían la seguridad pública e implicaban amenazas y riesgos de incierta resolución. Uno de los capítulos de esa historia ignorada comenzó una madrugada de abril de 1984, cuando Dan Arthur Woodward, un joven de 17 años, murió a causa de una sobredosis de cocaína.

No sólo se trataba de la droga. Woodward, el Yanqui, como le decían, era uno de los integrantes más conocidos –o el líder, según testimonios de la época- de Quinta Avenida, una barra de adolescentes y jóvenes del centro de la ciudad conocida por su rivalidad con otro grupo que le disputaba la calle, la barra de Alberdi. 

El enfrentamiento entre Quinta Avenida y la barra de Alberdi había transcurrido a través de una serie de batallas sostenidas en distintos puntos de la ciudad. No había negocios de por medio, sino la posesión simbólica de espacios que cada grupo reivindicaba de su propiedad.

Algunas historias corrían de boca en boca con aliento épico. En un duelo personal previamente pactado, el líder de Alberdi, Chacho, había atacado con una cadena a Woodward, que respondió con un cuchillo. El Yanqui salió de aquella pelea con la nariz rota, pero dejó gravemente herido a su rival y enfrentó una causa por lesiones en el Juzgado de Menores a cargo de Jorge Zaldarriaga.

Woodward murió en la madrugada del 30 de abril de 1984 en su casa, un departamento del edificio de Entre Ríos 1355, después de hacerse varios picos de cocaína. La droga, como fenómeno social, tenía entonces la particularidad de concentrar oscuros temores colectivos; y el caso del adolescente norteamericano, asociado con la violencia callejera y con resabios de la represión a los jóvenes durante la dictadura que acababa de finalizar, liberó esos fantasmas.

La historia familiar

Dan nació el 14 de junio de 1966 en Talledega, un pueblo del estado de Alabama. Sus padres, Daniel Frank Woodward y Beatriz Bilotta, habían emigrado dos años antes desde Rosario a la ciudad de Michigan con otros dos hijos, Charles y Robert.

Nieto de técnicos ingleses que trabajaron en el ferrocarril, Daniel Frank Woodward se desempeñaba como jefe de personal de una empresa constructora.  El empleo lo obligaba a moverse de un punto a otro en los Estados Unidos, por lo que se compró una casa rodante, en la que los Woodward pasaron la mayor parte de aquellos años.

En 1970 Woodward fue trasladado a Puerto Rico. La familia se estableció en la ciudad de Ponce, sobre el mar Caribe, y los tres hijos ingresaron en una academia militar. Fue una buena época. “El lugar era un paraíso, con playas enormes y un clima de primavera todo el año”, recordaría la madre.

Pero allí comenzaron las desgracias para la familia. Después de sufrir un coma diabético, Daniel Frank Woodward perdió la vista de un ojo y se quedó sin trabajo. La familia decidió regresar a la Argentina. Corría el año 1976.

Dan pasó por varias escuelas en Rosario. Hablaba un castellano extraño, parecido al del doblaje de las series de televisión. Sus primeras peleas fueron para defenderse de los compañeros que se burlaban de él y lo tildaban de marica por las palabras que utilizaba, su pronunciación, el tú con el que se dirigía a los demás.

Tenía problemas de adaptación. Los cambios de conducta son comunes en la adolescencia. Su familia no se alarmó demasiado hasta que un día empezó a tener vómitos. Un médico le diagnosticó hepatitis tóxica. Dan se confesó finalmente ante sus padres: desde hacía dos años era un adicto a los psicofármacos.

Dan tomaba anfetaminas, jarabes y somníferos. Su menú estaba compuesto por medicamentos que se convertirían en marcas de los usos abusivos: Talasa, Ketalar, Optalidón, Romilar, Rohypnol.

Un dentista había sido su primer proveedor. Dan no quiso identificarlo: se llevó el secreto de ese nombre, como se dice, a la tumba. Comenzó un tratamiento que le imponía controles periódicos, dejó de tomar pastillas y se sometió a los controles de horarios por parte de sus padres.

Parecía que se había recuperado. Pero en el verano de 1984 vendió una moto y con la plata viajó junto con dos amigos a la provincia de Salta. No era una excursión turística: fueron a comprar cocaína.

Las rutas del narcotráfico no pasaban entonces por Rosario. El abastecimiento de drogas dependía de viajes que los distribuidores emprendían a Paraguay, en busca de marihuana, y con menos frecuencia a Salta o Bolivia, por cocaína. Los psicofármacos resultaban más accesibles, en oscuros circuitos que incluían robos en farmacias y hospitales.

En la noche del 29 de abril, Woodward se inyectó lo que los diarios llamaron cocaína de máxima pureza junto con uno de sus amigos en un auto y en el baño de una estación de servicio. Volvió a su casa y recibió el reto de sus padres por la hora a la que llegaba. A las tres de la madrugada se aplicó otra dosis, que le provocó poco después la muerte en el Hospital de Emergencias.

El periodismo inquisidor

La singularidad de la víctima y las características de la muerte potenciaron la repercusión del caso. Y también movilizaron un imaginario arraigado durante la dictadura que asociaba a los jóvenes con las drogas, la violencia y la noche.

Otras dos circunstancias multiplicaron el impacto público. Dan había dejado una carta manuscrita, dirigida a su hermano Robert y datada a las 2.55 del 30 de abril, minutos antes de aplicarse la sobredosis. “Esa angustia que no sabés de qué es, que te tiene triste y pensando en algo feo, no justamente tiene por remedio el camino de la droga”, decía.

“No elijas ese camino, ya que es muy lindo como curte pero con el tiempo te vas a arrepentir”, agregaba Dan. El hermano menor aconsejaba al mayor. “Lo peor de todo es que me gusta demasiado pero me arrepiento de haberme metido hasta ahogarme y ahora no poder salir”, decía.

El otro factor surgió de la cobertura de los medios locales. Cinco periodistas –Alberto Gonzalo y Pablo Feldman, de LT 2; Eduardo De Paz, del diario Democracia; Sergio Moreno, del diario Rosario, y Manuel Di Salvo, corresponsal de la agencia DyN- denunciaron llamados intimidatorios y amenazas para que dejaran de hablar de las drogas y de las patotas. Como medida de seguridad, anunciaron que se unirían en “un pool informativo” para continuar con el caso.

Algunos periodistas rosarinos apuntaron contra la familia Woodward. “No derrama una lágrima, no hace un gesto tierno, no habla como una madre que acaba de perder a su hijo”, le reprochó Alberto Gonzalo a Beatriz Bilotta, después de hacer observaciones insólitas, como que la madre de Dan tenía “cintura estrecha y una voz profundamente sensual”.

Adrián Van der Horst no fue más piadoso en la revista Gente: “Me parecían ficticias –dijo, respecto de las declaraciones de la madre-. Lamenté mi escepticismo, lamenté no creer lo que decía”. Su crónica comenzaba con una carta dirigida a Robert, el hermano de Dan, un conjunto de cursilerías y golpes bajos más bien dirigido a los lectores.

En una crónica publicada por la revista La Semana, Gonzalo destacó que los Woodward no querían identificar públicamente a los amigos de su hijo, “y sin nombres, sin lugares precisos, sin fechas, sin pruebas -dicen los integrantes de la Brigada de Estupefacientes- nada se puede hacer”.

Las sospechas sobre la familia tenían precisamente su reverso en el respaldo acrítico de la prensa hacia la policía y en la exigencia de que se asignaran más efectivos y recursos a la sección Estupefacientes, supuestamente limitada a “una dotación de 15 hombres y dos viejos automóviles”.

La ciudad ocupada

El jefe de Estupefacientes era el entonces subcomisario José Storani. Todavía no se habían difundido la denuncia que lo implicaban en el terrorismo de Estado, como oficial del Comando Radioeléctrico. La acusación quedó sin efecto por la ley de obediencia debida y no le impidió –como otras  por apremios ilegales- continuar su carrera hasta alcanzar la jefatura de la policía provincial durante el segundo gobierno de Carlos Reutemann.

Tampoco era una excepción: el subjefe de la policía de Rosario era Alberto Gianola, igualmente denunciado por la represión ilegal en el centro clandestino del Servicio de Informaciones. Apurada por la repercusión de la muerte de Woodward, la policía recurrió a procedimientos de la dictadura para hacerse visible: la razzia indiscriminada, el “operativo rastrillo” y el allanamiento nocturno.

Los procedimientos se concentraron en bares y confiterías nocturnas: Lager, Playboy, Gansú, La Aldea, La Placa, Block y L'Heritage fueron allanados con resultados insignificantes. “Poca gente, algún gramo de marihuana y muchos menores de edad: ese fue el resultado del operativo”, señaló una crónica del momento.

Sin embargo, la alarma persistió: “Prácticamente no hay confitería o centro nocturno de diversión donde no alcancen las derivaciones del submundo de la droga. Rosario se ha convertido en un centro de contacto muy importante para los narcotraficantes internacionales”, afirmó Clarín.

Todavía con menos pruebas, la policía extendió la sospecha a colegios secundarios de la ciudad. Eran los espacios de reunión de los jóvenes los que estaban en la mira.

El “pool informativo” de los periodistas de Rosario agregó exageraciones melodramáticas: “Entendemos que el primer periodista que asome la cabeza solo se la van a cortar. Por eso decidimos actuar en bloque. Hay un acuerdo tácito de hacer un frente común contra la droga (...). A nosotros pueden matarnos pero detrás nuestro hay otros periodistas que nos reemplazarán”.

Algunos voceros de Quinta Avenida se prestaron a hacer declaraciones. Gonzalo definió a la barra como “una patota de adolescentes que tomó su nombre de un local que estaba ubicado en la peatonal Córdoba, frente a la agencia del diario Clarín”. Se juntaban en una disquería “que nuclea a fanáticos del rock duro”, en la plaza 25 de Mayo y en el café Tango. Sus dominios se extendían por el centro de la ciudad y la barra de Alberdi tenía el ingreso prohibido.

Los miembros de la barra se mostraban a veces irónicos y a veces alarmistas ante la prensa. “El fumo nos volvió buenos”, decía uno, bajo el anonimato, para rechazar las acusaciones por actos de violencia. “El año pasado llegó ácido y heroína a Rosario. Hay cada día más adictos, aumentan los distribuidores”, agregaba otro, quizá más consciente de los titulares que le interesaban al periodismo.

El jefe de policía de Rosario, Rubén Iglina, declaró que Quinta Avenida no existía. Lo dijo con el léxico de los comunicados de prensa de la dictadura: la barra estaba desarticulada, “hemos logrado hacerlos desistir de su accionar”, aunque reconocía “focos de perturbación” en los barrios.

El periodismo le reconoció un triste éxito: “El centro de Rosario ha sentido el impacto de las últimas razzias –observó un cronista de Clarín-. Se ve menos gente en las calles, y los boliches están casi desiertos”. Un retroceso a la dictadura en los primeros días de la democracia.