Son pocos los detalles que quedan librados al azar cuando el mismísimo presidente o algún ministro nacional desembarca en la ciudad para encabezar una actividad. La llegada de Patricia Bullrich contó, como era de esperar, con un sincronizado libreto: un escenario decorado con la bandera argentina, un atril, filas de gendarmes para darle color a la puesta en escena y momentos puntuales para las fotos y los micrófonos.

La presencia de Ezequiel Lowden (29 años), un rosarino anónimo, no estaba en los planes de nadie. Ingresó al destacamento de Gendarmería con una carpeta y unos papeles en su mano camuflado entre los periodistas. Se ubicó en un rincón durante los discursos protocolares. Luego, cuando el acto terminó y los funcionarios empezaron a dispersarse, entró en acción.

Quiso hablar con Bullrich o con algunos de sus allegados, pero no tuvo éxito. Intentó abordar a la intendenta Mónica Fein, aunque tampoco logró su cometido. Solo pudo confrontar con un asesor del ministro Maximiliano Pullaro. El diálogo, sin embargo, empezó y terminó con voces subidas de tono.

“Todo esto que me estás diciendo es mentira. Te voy a grabar para tener constancia”, increpó el muchacho. “Así no podemos hablar, vamos a dejarlo acá”, respondió, molesto, su interlocutor.

Ezequiel se definió como “una olvidada víctima de la inseguridad”. Su vida cambió para siempre el 21 de septiembre del año pasado. Esa noche salió a comer con unos amigos después de una ardua jornada de trabajo. Llevaba consigo parte de la recaudación del salón de fiestas del que era encargado.

De regreso a su casa fue abordado en la esquina de Alem y Cochabamba por dos sujetos que se trasladaban en una moto. Le robaron el auto y el botín. Uno de los delincuentes le disparó en una pierna en medio de la huida.

“Esa noche empezó mi calvario”, explicó Ezequiel con una larga fila de gendarmes de fondo. Lo operaron por una hemorragia que casi termina con su vida. Su recuperación demandó dos meses de inactividad.

En el medio perdió su empleo, su único sostén económico. Los dueños del salón de fiesta le dieron la espalda. “Como estaba en negro me llamaron, me desearon suerte en la recuperación y me dijeron que lo mejor era que no volviese a trabajar”, detalló.

Ezequiel pensó que iba a poder reinsertarse rápidamente en el mercado laboral. Se equivocó. A su leve discapacidad --su pierna quedó maltrecha-- se le sumó una coyuntura económica recesiva.

“En las pocas entrevistas que uno consigue aparece el tema del examen pre ocupacional, entonces siempre eligen a alguien que no tenga mi problema físico”, señaló sobre estos meses de búsqueda.     

El Centro Único de Asistencia para Víctimas de Delitos y Violencia Urbana, inaugurado hace exactamente un año, apareció entones como la última gran esperanza. El espacio se puso en marcha garantizando la máxima contención ante casos de inseguridad.

“El relato de la reinserción no existe para nadie. Ni para los delincuentes, ni para las víctimas. Hay muchas promesas, muchos discursos, pera la realidad es que estamos solos”, se quejó ante este cronista.  

Explicó que su reclamo es el de “muchos rosarinos”. Formó una ONG llamada “Familias Víctimas de la Inseguridad de Rosario”, de la que ya participan una veintena de apellidos. “Necesitamos que nos escuchen, que alguien explique por qué esta oficina no funciona, necesitamos que el Estado nos mire a la cara”, pidió.

Ezequiel se retiró decepcionado por “la misma puesta en escena de siempre” (“un puñado de gendarmes no va a traer más seguridad”, reflexionó) y por la indiferencia de todas las autoridades.

Nadie registró su fastidio ni su incómoda presencia. Lo importante ya había pasado: la foto del anuncio de un otro desembarco de gendarmes.