Adam tiene 29 años. Nació en la sureña localidad inglesa de Portsmouth. Después de vivir varios años en Barcelona, se cargó una mochila en la espalda y salió a viajar por el mundo, como muchos otros jóvenes. “Argentina había sido un sueño de toda mi vida”, anticipa antes de detallar su itinerario sudamericano. Y aunque no lo sabía de antemano, su encuentro con el país sería también un reencuentro con la historia de su familia. 

Hace dos semanas, desembarcó en San Pablo, el primer destino de su viaje. Después de unos días en la ciudad brasileña, partió para Iguazú, destino obligado para muchos. Para llegar a Buenos Aires, pasó veinte horas en un colectivo que se tomó en Paraguay y en el cual era el único rostro foráneo. En ese trayecto, llegaría el primer cruce inesperado con la Guerra de Malvinas y las anécdotas que su padre le contaba de chico. 

Un rato después de cruzar la frontera argentina (o quizás no tanto: los paisajes de la ruta poco entienden de nacionalidades) vio una bandera que enaltecía un “Las Malvinas son Argentinas”. Inmediatamente, una sensación extraña lo invadió: en esa nefasta guerra había estado involucrado su país y, todavía más, su padre. Envuelto en una mezcla de culpa y vergüenza, se preguntó si estaría bien entrar al país con su pasaporte británico. “Por supuesto que estuvo todo bien”, se apura a aclarar, a aclararse.

El papá de Adam fue soldado activo de la Marina Británica durante 22 años. Aunque hoy está retirado y trabaja como técnico informático, los recuerdos de los combates y las contiendas todavía son tema de conversación. En 1982, Adam todavía no había nacido cuando su padre se vio involucrado en su primer conflicto bélico: la Guerra de Malvinas. Si bien nunca llegó al campo de batalla (estaba asignado a las tropas de reserva que permanecieron en Canadá), las historias de esa primera guerra que llegaron a oídos de Adam años después cuando era niño, siempre resonaron en su cabeza.

“Me acuerdo que mi papá me hablaba de la Guerra. De Thatcher, la perra”. Es que, como muchos ingleses de su edad, fueron criados con el legado del odio acérrimo a la figura de la primera ministra británica. A pesar de la formación militar de su padre -instruido para cumplir órdenes, defender a su país y a Su Majestad la Reina- sus orígenes humildes hacían que el rechazo por Thatcher y su ferviente y destructivo neoliberalismo no fuera negociable. “Él siempre decía que de no haber sido soldado, hubiera terminado preso”, rememora Adam. 

El joven inglés elige viajar haciendo couchsurfing: parando de forma gratuita en casas de personas que las ofrecen para recibir turistas. “Es una manera de conocer a la gente, conocer la cultura”, afirma. Desde que llegó a Rosario, para en una casa en Funes. El jueves fue a pasear por el Monumento a la Bandera, como cualquier turista que llega a la ciudad por primera vez. Cuando siguió el recorrido por la zona de La Fluvial, no esperaba encontrarse con el Monumento a los Caídos en Malvinas. Inmediatamente entendió de qué se trataba y otra vez lo golpeó la emoción. “Leer los nombres de las personas fue muy fuerte, ver la importancia que tiene para los argentinos”, cuenta sincero.

”Me hizo pensar ‘¿Qué hicimos? ¿Para qué?’”, reflexiona, crítico e indignado con el historial bélico de su país. “Fue innecesario, querían presumir el poderío militar británico, la superioridad del Imperio”, dice sin dudarlo. Arremete también contra la falta de memoria de sus compatriotas: mucha gente no le da importancia a la Guerra de Malvinas, una entre tantas contiendas, pero sí recuerda lo que pasó cuatro años después en el Mundial del 86.  “La gente dice que ‘la mano de Dios’ fue una injusticia. ¿Y Malvinas qué fue? Lo otro es nada más que un partido de fútbol”, señala.

Cuando el inglés llegó ese día al Monumento de los Caídos, el vandalismo de los hinchas chilenos todavía no había ocurrido y el mármol conservaba su limpio color negro. Aunque no tiene precedentes, el hecho es elocuente respecto de la vigencia de las Malvinas para el pueblo argentino y para el resto del mundo: el gobierno de Chile pidió disculpas por lo ocurrido y los responsables siguen detenidos. 

Escuchando a Adam, no resulta extraño que al recorrer el Museo de la Bandera se haya encantado con la historia de la Independencia argentina, así como la de otros pueblos latinoamericanos: la lucha contra el imperialismo español es compatible con su idea del imperialismo británico. Simpatiza con la historia de la India y de los pueblos africanos que fueron colonizados por Gran Bretaña. Tampoco está muy contento con que su país siga respondiendo a la realeza.

Curioso por la historia y las costumbres argentinas, no duda en hacer preguntas y en pedir opiniones. Se sorprende y le cuesta entender que las islas Malvinas sean una especie de pequeño pueblo británico perdido en el Atlántico Sur. “Me hace acordar a lo que pasa en Gibraltar: estás en plena España y de pronto te encontrás con la policía británica”, narra recordando su visita. “Es increíble”, afirma, siempre contrariado. 

La historia de Adam es una de tantas afectadas directa o indirectamente por Malvinas, perdidas en un anecdotario que trasciende nacionalidades y fronteras. Más identificado con este lado de la contienda, Adam asegura que sigue hablando de estos temas con su padre para ir ablandándolo y haciéndolo ver siempre la otra cara de la moneda. “Todavía no pude hablar con él, pero seguro le voy a contar todo esto. Fue muy emocionante”, promete, mientras elogia a la Argentina, su gente, y sobre todo, el chimichurri. Su camino sigue, y en dirección norte: después de Córdoba, parte para Salta y Jujuy, esperando conocer y aprender más sobre el país.