Evo Morales fue derrocado mediante un golpe de Estado. Lo demás, es parte de otro u otras discusiones que hay que dar, por cierto, pero que no invalidan en modo alguno lo que a todas luces aparece como evidente. 

Parecía que Latinoamérica ya estaba lejos de los escenarios golpistas. O que al menos se habían perfeccionado bastante, dejando a las fuerzas armadas al margen de las vulneraciones institucionales. El juicio político a Fernando Lugo en Paraguay o el que se le practicó a Dilma Rousseff en Brasil, dejaron la sensación de que los poderes fácticos apelaban a metodologías más refinadas para desplazar a aquellos a quienes no podían vencer mediante elecciones limpias. El propio concepto lo expresa claramente y debería ser revisado: es juicio político, no es penal, no es civil, es político y está sujeto a vaivenes estrictamente políticos, es decir a intereses políticos y a la conveniencia de un determinado grupo o momento político.

Los poderes fácticos -aquellos que suponen un entramado concentrado de poder económico, financiero, industrial y mediático, que se identifica como grupo de pertenencia, a veces como grupo de clase y a veces hasta como una élite étnica superior al resto de los mortales- descubrieron que el propio sistema cuenta con algunos puntos ciegos que, bajo el manto purificador de la legalidad, permiten adoptar medidas completamente ilegítimas, porque atentan contra principios elementales de la democracia, como la regla de la mayoría o el principio del cumplimiento constitucional de los mandatos. El lawfare -concepto anglosajón que refiere al uso abusivo de los procedimientos legales con el fin perseguir a oponentes políticos y, eventualmente, convertir en parias sociales a los perseguidos- apareció como el eslabón más evolucionado en esta materia. Los casos de Rafael Correa en Ecuador y Luiz Inacio Lula Da Silva en Brasil alcanzan como ejemplo.

Lo curioso en el caso boliviano, es que las fuerzas de seguridad y las fuerzas armadas volvieron a cumplir un rol grotesco que recuerda a los golpes de Estado de antaño, dejando en ridículo la utilización de cualquier eufemismo para calificar lo sucedido en el país del altiplano.

Una cosa es una cosa…

El comandante de las fuerzas armadas de Bolivia, general Williams Kaliman, le sugirió a Evo Morales que diera un paso al costado para desbloquear la crisis política. A los militares no les pareció suficiente que el presidente llamara a nuevas elecciones tras las irregularidades detectadas por la Organización de los Estados Americanos (OEA) en su auditoría de los resultados de las presidenciales del 20 de octubre. El recuento había situado a Evo Morales como virtual ganador sin necesidad de segunda vuelta y en medio de denuncias de fraude. 

Pero Morales no tuvo tiempo de ejecutar siquiera su última medida, a saber, la anulación de las elecciones y la convocatoria a un nuevo proceso electoral. ¿Por qué? Porque le vaciaron el poder. Es decir, que las fuerzas de seguridad primero y las fuerzas armadas después, dejaron de acatar a la autoridad civil cuyo mandato en curso emanaba de elecciones legítimas e incuestionadas. Es decir que, aunque más no fuera por omisión, participaron de un golpe de Estado. Porque la policía se autoacuarteló para dejar deliberadamente que las calles se transformaran en un campo de batalla entre quienes apoyaban al presidente y quienes lo aborrecen. Porque los militares primero hicieron un comunicado indicando que no reprimirían al pueblo boliviano, cuando nadie -y mucho menos el presidente- les pidió que lo hicieran.

Porque luego, le recomendaron al mandatario que renunciara. Y el problema es que los militares no están para sugerir, recomendar ni ofrecer consejos no pedidos. Están para acatar el mando de la autoridad civil legítimamente constituida, a menos -y es el único caso en el que se justifica su desobediencia- se los inste a cometer crímenes de lesa humanidad. 

Quizás los militares olfatearon un cambio de época, quizás se percataron de que los poderes fácticos iban a presionar hasta quedarse con el poder político ante la amenaza de un Evo eterno, cuando todo daba a entender que eso no iba a suceder puesto que las cifras de las sucesivas elecciones en Bolivia comenzaban a hacerse cuesta arriba para el líder popular. 
Esos poderes quizás percibieron los aciertos de Morales como la principal amenaza a su poder. Porque en 13 años y 9 meses como presidente, Evo Morales redujo la pobreza desde el 37 hasta el 17 por ciento, empoderó a los sectores vulnerables, dio protagonismo a los pueblos originarios, estableció los principios de una economía sólida y desendeudada y, para hacer todo eso, afectó los intereses de los poderes tradicionales del país, identificados con la minoría blanca y rica que radica principalmente en Santa Cruz de la Sierra. Maldito Evo. Hizo realidad -pero mucho antes- lo que enunció con meridiana claridad comunicacional la primera dama chilena tras los primeros disturbios en su país. Vamos a tener que compartir nuestros privilegios, sentenció la esposa de Sebastián Piñera a sus amigas a través de un audio de whatsapp, en el que se refirió a los sectores populares que pugnaban por un reparto un poco más equitativo de la riqueza como alienígenas. Por supuesto que la señora ignoraba que los privilegios son justamente tales porque no se comparten, precisamente porque la característica primordial del privilegio es que resulta algo natural para quien lo posee. 

… y otra cosa, es otra cosa

El hecho del golpe de Estado está vinculado a otras cuestiones que en ningún modo justifican el desenlace final. Para ser claros: lo que se explica en adelante no justifica bajo ningún punto de vista el golpe de Estado y el impedimento de que Evo Morales anulara las elecciones y convocara a unas nuevas como vía para recomponer la situación.

Evo se equivocó. Mucho. Y lo pagó desmesuradamente caro. Se equivocó cuando convocó a un plebiscito hace dos años para que el pueblo se expidiera acerca de una eventual segunda reelección que la Constitución claramente no permitía. Esa Constitución fue sancionada durante el primer gobierno del líder cocalero, un gobierno democrático por cierto. Nada tiene que ver esa Constitución con la de Chile por ejemplo, sancionada en 1980 en plena dictadura de Augusto Pinochet. Evo sabía que convocar a un plebiscito estaba de más. Pero lo convocó y, para colmo,  perdió. Allí cometió el segundo error. Desoyó el resultado del plebiscito y recurrió al Poder Judicial para que determinase que la Constitución vulneraba su derecho a presentarse a elecciones cuantas veces quisiera. En esas circunstancias se presentó a elecciones sabiendo que si no ganaba en la primera vuelta electoral, el balotaje seguramente lo dejaría fuera de carrera. Y allí sobrevino el tercer y fatal error: por acción o por omisión, permitió irregularidades en el escrutinio que llevaron a que el proceso electoral fuera cuestionado. Un lujo que, a esa altura de las circunstancias no podía permitirse. Evo tensó la cuerda más de lo necesario, vulneró la institucionalidad democrática, no previó la formación de un relevo político capaz de reemplazarlo, incurrió en el culto a la personalidad. Pero aun así, era una autoridad legítima y democráticamente elegida en el momento en el cual intentó enmendar sus errores anulando el proceso electoral y convocando a uno nuevo. No llegó a hacerlo posible debido al golpe de Estado. 

Pero Evo aprende rápido de sus errores. Desde su exilio en México anunció que está dispuesto a volver al país para pacificar y sin presentarse como candidato. Seguramente dejará así en evidencia a aquellos sectores duros, dueños de un poder inmenso al que nada le alcanza, que es racista y no tolera que un indio mire a los ojos a un blanco y que considera que su verdad revelada en una escritura lo habilita a seguir pisoteando los derechos de los sometidos en América desde 1492.

Instituciones fuertes, el único antídoto contra la prepotencia

En Europa y en los Estados Unidos, los líderes políticos también intentan transgredir normas. Solamente los frena la fortaleza institucional de democracias experimentadas y puestas a prueba. La debilidad de las instituciones democráticas en Latinoamérica quedó expuesta una vez más, pero no solamente en Bolivia. La recurrencia a los militares como garantía para el ejercicio del poder ya volvió a usarse en Perú para esquivar una destitución presidencial, en Ecuador y en Chile para reprimir y en Brasil para gobernar. En Uruguay, el actual presidente echó al jefe del ejército a comienzos de este año por reivindicar la dictadura. Éste último constituyó un partido político reaccionario que salió en cuarto lugar en las elecciones presidenciales y que, mediante su apoyo, permitiría al Partido Blanco vencer al Frente Amplio en el balotaje previsto para el 24 de noviembre. En este contexto, parecería que Argentina es un raro oasis de respeto a las instituciones democráticas. A no confundirse: que al resto le vaya ocasionalmente peor, no quiere decir que a uno le vaya bien. A la democracia hay que cuidarla aun cuando parece que no corre riesgos.