Si hubiera que ponerle un título a lo que sucede en la mayoría de las democracias latinoamericanas, podría ser algo así como La dirigencia que jugaba con un fósforo y un bidón de gasolina, plagio a Stieg Larsson mediante. El bidón de gasolina sería la inequidad social reinante. El fósforo sería la política de ajuste. La combinación produce estallidos sociales como el de Chile, que tomó por sorpresa a muchos, especialmente a quienes sostenían -sin ningún rigor informativo que los avalara- que Chile era el modelo a emular por los países de la región. 

Pero antes de ofrecer una explicación de lo sucedido en el país transandino es menester aclarar que explicar la violencia no es justificarla. Explicar sirve para comprender y de esa manera adoptar conductas que permitan no repetir situaciones dolorosas. La violencia popular desatada en Chile se cobró muertos, heridos y la pérdida de libertades y derechos de miles de personas. Pero resulta necesario en este punto recordar a Hannah Arendt quien señalaba que la violencia se funda en la impotencia. El estallido de violencia popular se funda en la impotencia de quienes sienten que no pueden acceder a la salud, a la seguridad social, a la educación o a los servicios públicos mientras la riqueza se concentra en otra parte.

Inequidad

El aumento de cuatro centavos de dólar en el precio del boleto del subterráneo o metro fue solamente la chispa que provocó el estallido. La crisis era preexistente y se mantenía en latencia. Porque pese a que los indicadores macroeconómicos muestran un país próspero, con una moneda estable, sin inflación y con un crecimiento estimado para este año de entre el 2,5 y el 3 por ciento del PBI, Chile es un país profundamente desigual. 

El milagro económico chileno, idea acuñada por el economista estadounidense Milton Friedman durante la dictadura militar de Augusto Pinochet, ignoró las demandas sociales. Con el advenimiento de la democracia, muchas cosas cambiaron lentamente, pero las dos mencionadas se mantuvieron: la esencia de las políticas macroeconómicas conservadoras y un alto nivel de desatención a las demandas sociales, sobre la base del miedo subyacente que dejó la dictadura. Recuérdese que, a diferencia de lo sucedido en Argentina, la dictadura chilena se retiró cuándo y cómo quiso, con sus propias reglas.

Pero para poner los contrastes sociales de manifiesto, basta señalar que, de acuerdo a datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el 1 por ciento más acaudalado de la población acumula el 26,5 por ciento de la riqueza, mientras que el 50 por ciento de la población de menores ingresos accede solamente al 2,1 por ciento de la riqueza neta del país.

Visto desde otro punto de vista, puede decirse que mientra el país cuenta con uno de los ingresos per cápita más altos de la región -casi 16 mil dólares- el sueldo mínimo en Chile es de 423 dólares, mientras que la mitad de los trabajadores recibe un sueldo igual o inferior a 562 dólares por mes.

Sobre la base de esas cifras, debe considerarse que el transporte público en Chile es uno de los más caros de Latinoamérica en función del ingreso medio: supone alrededor del 30 por ciento del sueldo para los sectores con menos recursos. En cambio, quienes ocupan los niveles más acomodados, gastan menos del 2 por ciento en transporte. Se agrega la enorme dificultad que supone pagar un alquiler y los recientes aumentos en las tarifas de los servicios públicos, especialmente de la energía eléctrica. El costo de vida es caro en Chile.

Como si todo esto fuera poco, una discusión de fondo subyace -como en todos los países de Latinoamérica- respecto del sistema jubilatorio. Hace años que en Chile se discute una reforma al sistema de pensiones privado que, para muchos, tiene importantes deficiencias.

Semejante acumulación y concentración de la riqueza y los privilegios en pocas manos no puede tener otro resultado distinto que la injusticia social. A eso se agrega el amedrentamiento que la dictadura pinochetista imprimió al imaginario colectivo y los numerosos enclaves autoritarios que subsistieron durante los casi 30 años de la joven democracia chilena. 

En síntesis, la sociedad chilena no desarrolló una cultura de la protesta o del reclamo. No dosificó el malestar subyacente sino que resistió hasta que llegó al punto del desborde. Un anticipo de lo que ahora sucede fueron las protestas estudiantiles de 2006 y 2011. Ya en ese entonces, la juventud estudiantil apareció como un factor de cambio, como un vehículo de reivindicación de derechos y como una vuelta de página en la historia. Es también ahora la juventud la que marca un quiebre en las protestas, la que ya no teme a los militares ni a las fuerzas de seguridad en las calles, justamente porque tuvo la ventaja de no vivir la dictadura.

Piñera y el estallido

La responsabilidad del gobierno de Sebastián Piñera en la crisis radica principalmente en la alienación de la conducción política respecto de la realidad en la que vive el pueblo chileno. No hubo empatía y quizás por ese motivo la primera reacción del gobierno fue responder a la violencia con más violencia en lugar de intentar entenderla para contenerla. Mientras el gobierno sostenía que se trataba de un intento de desestabilización de un grupo de forajidos enojados por el aumento de 30 pesos en el boleto del subterráneo, en las calles los sectores populares protestaban por 30 años de inequidad e injusticia social. 

Cuando tras varios días de represión, detenciones y muertos, el gobierno comenzó a entender lo que sucedía y adoptó medidas paliativas, ya era tarde. Los manifestantes habían comprendido que tenían el poder de jaquear al sistema y forzarlo a implementar algún cambio más o menos estructural. 

La oposición tampoco colaboró en el proceso porque como primera medida convalidó la represión. La alienación de la dirigencia política y económica del país fue inconmovible hasta que los acontecimientos adoptaron una dinámica propia que no se sabe muy bien todavía hacia dónde conducirá. 

De poco sirvió que tardíamente el mandatario haya pedido disculpas a la ciudadanía por su falta de visión para anticipar el conflicto y que haya anunciado medidas para enfrentar crisis. Las áreas que abordó el paquete de medidas apuntaron a las pensiones, salud y medicamentos, un ingreso de salario mínimo garantizado, disminución en las tarifas eléctricas y uno de lo más solicitados por toda la ciudadanía: la reducción de las dietas de los parlamentarios y de los altos sueldos de la administración pública, además de la disminución en el número de los parlamentarios y limitación de las reelecciones.

Es difícil predecir si la crisis derivará en un movimiento anárquico con una profundización de la violencia, o tendrá una derivación orgánica como sucediera con el movimientos de los indignados en España y la posterior creación de la fuerza política Podemos. Queda el sabor amargo de que en Chile, como en casi toda Latinoamérica, crece la asociación popular entre democracia y fracaso económico. Ese es un camino peligroso que tiene como contraparte una falacia, y es que los sistemas autocráticos tienen mejores performances económicas por el solo hecho de ser autoritarios.

Lo que parece acercarse a su fin en Chile es el gobierno con dos riendas: tecnocracia económica y represión social. El pueblo chileno decidió tomar el protagonismo político en sus manos. Después de todo, es posible que efectivamente Chile sea el modelo a seguir.