La evaluación siempre es un tema de debate, especialmente en diciembre, marzo y julio, meses en que los alumnos se desgranan del sistema. Si bien se han venido provocando cambios en la temática al respecto en las últimas décadas, generalmente se la considera como un entrenamiento para un examen final, privilegiando una forma de ser en la clase con un alumno modelo, aplicado y dócil.

La pregunta obligada es qué es lo que sucede con la valoración en la escuela, con la mirada examinadora de los docentes cuando intentan corroborar si hubo aprendizajes en los estudiantes.  

Evaluar es mucho más que acreditar; si bien es un proceso que incluye la medición y la nota, también debe tender a la comprensión  del proceso de construcción de los aprendizajes. Se asocian a evaluar términos tales como: apreciar, estimar, atribuir valor, juzgar las implicancias del proceso de enseñanza y aprendizaje; por tanto, es un término polisémico que tiene su origen en procesos sociales e históricos determinados y no goza  identidad disciplinaria ya que es usado en campos disímiles. 

A su vez, evaluar implica participar en la construcción de conocimientos, interpretando la información, estableciendo visiones no simplificadas de la realidad y facilitando la cimentación de una verdadera cultura evaluativa. No se trata de seguir desde la lógica del control al estudiante, sino de vigilar epistemológicamente los itinerarios por los que transita, para conocer y  aportar en las relaciones que va estableciendo. 

Asimismo, evaluar implica valorar y tomar decisiones que impactan directamente en la vida de los evaluados. En tal sentido, es una práctica que compromete una dimensión ética no siempre tenida en cuenta y asumida como tal.

Otra evaluación es posible

La existencia de prácticas muy arraigadas de evaluación requiere ser revisada a fin de promover un mejoramiento real en los procesos de enseñar y aprender, evitando que se constituya en un instrumento de y para el control y para el fortalecimiento en la asimetría de las relaciones institucionales. Porque, hoy por hoy, las instancias de exámenes siguen siendo el agujero negro por donde se caen los alumnos

Los autores plantean que es necesario discutir enfoques evaluativos, intencionalidades y posturas. De este modo, seremos transparentes en el espacio público de la escuela, explicitando razones y criterios que sostienen nuestras decisiones como docentes.

Los cambios deben ser reales y deben provocar clivajes al interior del aula. Para ello, es necesaria una evaluación auténtica, la cual requiere la justificación argumentada de las respuestas y la evaluación de un conjunto de competencias, una evaluación que sea genuina, funcional (útil para resolver necesidades del alumno en sus diferentes escenarios), verosímil (la situación que se plantea podría realmente ocurrir) y real.

El gran valor de la evaluación está en ser un instrumento potente de investigación educativa. En este sentido, implica búsqueda de acuerdos y definiciones sobre algunos interrogantes: qué se desea evaluar, con qué propósitos, cómo evaluarlo, en qué momento, para qué. La toma de decisiones estará directamente vinculada con la selección  y puesta en práctica de estrategias que se consideren las más adecuadas para mejorar los resultado. Es responsabilidad del docente trabajar con los estudiantes los criterios de evaluación para que sea lo más clara posible y para que sea una instancia de aprendizaje.

El aplazo no le sirve al estudiante si el docente no lo acompaña en el trayecto de aprendizaje y si no valora sus progresos. Un aprobado puede ser 6 ó 7 dependiendo de la institución que evalué; por lo tanto, la nota es muy relativa. 

A fin de romper con prácticas tan arraigadas, es necesario comenzar a buscar otras estrategias de enseñanza para que todos puedan aprobar sabiendo los contenidos y empezar a pensar exámenes que impliquen  más reflexión por parte del alumno a fin de evitar “llenar cabezas” en pos de aprender a aprender.