La Fierro (1984-1992) fue una gran revista de historietas. No sólo nos permitió reconocer a los grandes autores argentinos del género (Barreiro, Solano López, Trillo, Altuna, Breccia, Fontanarrosa), sino también –a través de su suplemento Óxido– a los jóvenes de entonces (los rosarinos Max Cachimba y El Marinero Turco, y Pablo De Santis).

Fierro no debe haber sido tan buena revista de historietas, porque muchos recordamos de sus páginas a algunos de los clásicos contemporáneos de la literatura: el mismo De Santis, Juan Sasturain –que la dirigió al principio–, Ángel Faretta, Elvio Gandolfo y Ricardo Piglia, quien murió el viernes pasado en Buenos Aires, a los 75 años y víctima de la misma enfermedad que mató a Roberto Fontanarrosa, esclerosis lateral amiotrófica (ELA).

En septiembre de 1984, antes de subir a un tren que me dejaría en Mar del Plata, compré el primer número de Fierro. Como era un lector aficionado y desparejo de Tit Bits y Skorpio, lo que más me sorprendió no fue su “estética”, sino su carácter autorreflexivo: el tema era, ni más ni menos, la historieta argentina. Pero no sólo eso: el tema era también “la Argentina”, la de entonces –la última dictadura había culminado menos de un año atrás–, la que, zanjada al medio por las ideologías que la habían forjado, se expresaba en esas páginas con una violencia inusitada, “legible”, pero no siempre “mostrada”. Eso –que, como en la canción de Leonard Cohen: “da la sensación de que no es exactamente real, o es real, pero no está exactamente allí”– fue lo que percibí en el prólogo a una versión en historieta de “El matadero”, de Esteban Echeverría (dibujado por Enrique Breccia) que llevaba la firma de Ricardo Piglia.

La sección se llamaba “La Argentina en pedazos” y arrancaba: “La Argentina en pedazos. Una historia de la violencia argentina a través de la ficción. ¿Qué historia es esa? La reconstrucción de una trama donde se pueden descifrar o imaginar los rastros que dejan en la literatura las relaciones de poder, las formas de la violencia. Marcas en el cuerpo y en el lenguaje, antes que nada, que permiten reconstruir la figura del país que alucinan los escritores.”

Piglia se transformó, en esas páginas en las que desarrollaba de modo sistemático una breve historia argentina a través de sus ficciones, en una suerte de guía y gurú de lo que ya no era sólo una historieta, sino una lectura, es decir, una interpretación, el desarrollo de una complicidad, con guiños y contraseñas, para espiar ese oscurecido mapa político y literario de un país.

Al escribir en Fierro Piglia recogía el guante borgeano: descender al llano popular, enunciar verdades robadas a la academia y jugar a que ellas eran pequeñas gestos ficticios. Como lo diría en su novela Respiración artificial: “jugar a que se miente cuando se dice una verdad”.

Esto de lo borgeano, de la presencia de Jorge Luis Borges, no es menor. Piglia perteneció acaso a la primera generación que debió escribir después de Borges. Eso nos enseñaba también: la herencia borgeana de la genealogía y el ensayo como relato llevados al terreno de la historia y la política. Lo que en Borges era dinastía y orígenes patricios, en Piglia –en sus cuentos de Prisión perpetua, en Respiración– era ese secreto a medias, ese exilio de la lengua descubierto en la resistencia peronista. Sus mejores personajes callan su secreto y lo mascullan en una lengua extranjera.

En el invierno de 1991 Ricardo Piglia estuvo en Rosario, vino a una librería de calle Sarmiento (entonces entre San Lorenzo y Santa Fe), invitado por quienes hacíamos una revista que recogía muchas de sus marcas, para presentar la reedición de Respiración artificial. Recordó en su charla que Roland Barthes, el célebre semiólogo francés que el año pasado hubiese cumplido cien años, murió atropellado por una furgoneta en marzo de 1980 mientras iba al encuentro de Valéry Giscard d’Estaing, entonces presidente de Francia. Ésto lo llevó a ironizar: “Nos hace pensar en la peligrosa relación que los hombres de letras establecen con el poder, ¿no?”. La chanza no fue muy bien digerida por un grupo de “barthesianos” de la escuela de Letras que habían asistido a la presentación.

Siempre pensé en esa escena que Piglia no pudo no haber calculado: zamarrear las aspiraciones políticas de Barthes era una forma de precipitar sus propias aspiraciones, las de un hombre que, al escribir, pretendía de sus contemporáneos ese pacto de lector que lo eximieran de ir a encontrarse con el poder.

Lo mismo leíamos en los maravilloso textos de “La Argentina en pedazos”: la historia feroz de unos desencuentros –de “Cabecita negra”, de Germán Rozenmacher, a “Boquitas pintadas” de Manuel Puig dibujado por El Tomi– que reflejan la Argentina pero en “un vidrio oscuro”, de algún modo en negativo, en una forma que debe replantearse cada día, de acuerdo al punto de vista del lector.