Mis héroes de la infancia están vivitos y coleando. Los Rolling Stones se presentaron por segunda vez este miércoles en el Estadio Único de La Plata, en medio de la gira Olé que los lleva por gran parte de Latinoamérica. Ante más de 50 mil personas, los ingleses volvieron a deslumbrar con dos horas y veinte de rock puro y del bueno. Un hechizo colectivo que trasciende fronteras y edades.

Es que el público de los Stones en Argentina es heterogéneo: desde temprano ya podían verse familias enteras, sesentones que peinan canas y piberío que agitaba banderas de las bandas rolingas argentas, como Los Piojos o Callejeros. La vigencia de estos cuatro británicos que ya pasan los 70 años lo puede todo, incluso el milagro de ver saltar y cantar a grandes, adolescentes y chicos en una masa uniforme de pasión.

Para quien escribe esta crónica, el recital era más bien un encuentro con los Stones, con ese milagro genético que hace que esos cuatro viejitos piolas vuelen por el escenario en una eterna juventud imposible de explicar desde la ciencia o la medicina. Veintiún años de frustraciones desde aquella primera visita, en 1995, quedaron atrás. Mis deudas musicales conmigo mismo están largamente saldadas.

Pero, volviendo a lo que importa, vivir un recital de los Rolling Stones es una experiencia sensorial imposible de describir en su totalidad. Porque los Stones son mucho más que el perfecto beat del siempre imperturbable Charlie Watts, mucho más que los filosos solos de Ron Wood, que las melodías del brujo Keith Richards o la magnética presencia de Mick Jagger, con sus frenéticos bailes sin fecha de vencimiento.

Entender lo que los Stones hacen arriba de un escenario es como intentar descubrir dónde esconde el conejo el mago. Hay que dejarse llevar por el hechizo que despliegan entregándoles todos los sentidos, dejándose llevar por la magia legendaria de la más grande banda de rock de todos los tiempos.

Desde el arranque con una briosa versión de Jumpin’ Jack Flash, hasta el cierre con el himno eterno de Satisfaction, pasando por la inoxidable Paint it black, una pirotécnica Start me up y un incendiario duelo de voces entre Jagger y la virtuosa corista Sasha Allen en Gimme Shelter, el concierto del miércoles sólo puede explicarse como una alucinación colectiva a la que estos cuatro brujos británicos nos sometieron.

“Diez años es mucho tiempo”, dijo Jagger en un chapurreado español, contando el tiempo que pasó de la última vez que pisaron suelo argentino. Queda una noche más, la del sábado, donde los Rolling Stones volverán a obrar el milagro en la tierra más fiel donde jamás hayan tocado. Tener la oportunidad de asistir a semejante sesión de hipnosis debería ser obligatorio.