Le decían Burro, pero no porque fuera un ignorante o le faltara inteligencia. Al contrario, Mario Italo Barbieri sabía muchas cosas y era, sino una autoridad, por lo menos un entendido en cuestiones relacionadas con la ley y el delito. Y lo sabía por experiencia propia, porque había estado de los dos lados, primero en la policía y después en la delincuencia.

“Nunca lastimé a nadie. Robé dinero, es cierto, pero es una cosa resarcible”, se defendía. Y nadie se lo discutió: Barbieri no recurría a la violencia para cometer sus delitos, más allá de llevar armas. La escuela de delincuentes a la que pertenecía enseñaba que los hechos deben hacerse sin derramamiento de sangre.

En 1976 egresó como oficial de la Escuela de Cadetes de la policía provincial. Pasó por el Comando Radioeléctrico y la comisaría 13, pero no estaba destinado a hacer carrera. O por lo menos, no del lado de la ley.

Lo exoneraron en 1981, después que asaltara a mano armada una estación de servicios en Chañar Ladeado. Barbieri supo entonces que en las estructuras criminales, como en la policía de la dictadura (y no solo en aquella época), no hay lugar para el cuentapropismo. Su caída fue exhibida como ejemplo de una fuerza que pretendía depurarse a sí misma para preservar su integridad.

Cumplió una condena de seis años y volvió al delito. Escapó a las persecuciones policiales hasta que lo detuvieron por el asalto al estudio del abogado Mario García Eyrea, presidente de Newell´s entre 1989 y 1991.

Un referente

En 1993, cuando recibió su segunda condena por ese asalto, lo entrevisté en la Unidad 3. Era un referente en la cárcel, donde había reactivado la biblioteca y formado un club de lectores con un grupo de presos “para romper con el ostracismo que nos oprime y nos encasilla”.

Leer y crecer, como se llamaba el club de lectura, tenía también una revista que publicaba reflexiones, poemas y notas de los presos. Barbieri entrevistó a Roberto Fontanarrosa, invitado a visitar la cárcel de Riccheri y Zeballos, y escribió sobre el derecho de los reclusos a recibir visitas íntimas: ”La ley penal sólo restringe la libertad ambulatoria del individuo y el aislamiento preventivo (…) no prohíbe las relaciones sexuales”, decía. Junto con otro detenido rescató los antecedentes de la escuela fundada en la cárcel en 1907 y de La voz carcelaria (1938), la primera publicación redactada por presos de Rosario.

“La escuela (de la cárcel) tuvo como meta el principio moral, el apoyo intelectual y la participación como medio de expresión a la ensañanza y el aprendizaje, como única y valedera razón para la reeducación y reiserción de los internos en el seno social”, escribió Barbieri en el número 6 de la revista.

En la conversación, era más enfático y acentuaba su escepticismo y desencanto. “El tipo que sufre una condena larga pierde la familia. Te abandona la mujer, te abandonan los hijos. Cuando salís en libertad estás en pelotas. Lo que tenías, se lo llevaron los abogados”, dijo.

Ya tenía entonces una experiencia comprobada. “Cuando estás preso en Rosario, el juez te mira de una manera, y te mira de otra manera, muy distinta, cuando estás en Coronda. Lamentablemente, desde hace diez o doce años yo estoy yendo y viniendo”, decía, a propósito de los períodos que pasaba en el encierro y en libertad. “La época más jodida fue la de los militares. Teníamos que usar el pelo corto, tipo nazi, y agachar la cabeza cuando pasaba lo que llamaban un superior”, recordaba.

En la cárcel tenía buena conducta. Se ubicaba: “Una vez que estás acá adentro, te agarró el sistema y te tenés que adecuar. Podés ser el pistolero más audaz en el campo del delito, el número 1, o el número 2, pero del portón hacia afuera”. Decía que había que cambiar “la mentalidad del preso”, porque “lo que nos deja la experiencia es que nunca logramos nada por la fuerza, más allá de que tengamos razón o no cuando se hace quilombo”, aunque a la vez desmentía a la prensa: “Los presos no hacen motines porque estén borrachos o drogados, sino porque pasan cosas graves a las que no se les da solución”.

Barbieri era un mediador entre los presos y los guardias, como lo era en libertad entre policías y delincuentes. “El tipo que viene de la calle, que no tiene conciencia de lo que es una cárcel, de lo que es estar preso, entra con una opinión o un criterio determinado, cuidándose -decía-. Nadie piensa que ese tipo, el que está pagando un delito, o el que está sujeto a un proceso, es igual al que está en la calle: sufre, siente, tiene las mismas necesidades. Lo único que lo diferencia es que está privado de la libertad. Y un tipo que está preso es necesidad pura”.

También opinaba sobre la reinserción de los presos, esa utopía de todas las cárceles. “La unidad tiene un cupo de trabajos de servicios, para limpiar y cocinar. El resto de los internos está al pedo. Si leemos, escribimos, vamos al teatro, eso va a ayudar a una posible rehabilitación. El servicio penitenciario no readapta a nadie, ni hace nada para readaptarlo. Nadie se interesa por saber por qué fuiste a robar”, se quejaba.

Sin embargo, Barbieri no tenía mayores expectativas. O no quería engañar a nadie. “Salís a la calle y ¿qué hacés? -se preguntaba- ¿Qué es lo que te ha enseñado la experiencia y el tiempo que pasaste encerrado? Yo opto por lo más fácil: agarro un revólver y voy a robar. Es lo que aprendí y sé qué resultado me va a dar”.

Pero los resultados no eran buenos. El 9 de enero de 1995 se fugó de la cárcel en un permiso de salida. No tardó en volver a las noticias. El 31 de enero asaltó un banco en Alvear, junto con Fernando Rubén Torres. Fue tan fácil que escaparon a pie, caminando, según las crónicas de la época.

Barbieri tenía prestigio en el ámbito de la delincuencia y más tarde hubo delincuentes que aseguraron haber compartido sus robos. O la policía los vinculó con el Burro, cuya mención agrandaba cualquier procedimiento. Hasta le adjudicaron el secuestro del empresario José Ricardo Díaz Franco, en el que nunca pudo participar, porque estaba preso.

Uno de sus compañeros en el delito fue José Eduardo Navarro. Con él anduvo prófugo de la Justicia hasta que el 16 de octubre de 1997 el Comando Radioeléctrico los detuvo por el robo a una distribuidora de La Paz al 3200. “No tengo nada, estoy limpio”, dijo Barbieri, con las manos en alto, cuando los policías lo alcanzaron después de una persecución.

Camino sin retorno

En la cárcel de Coronda se hizo amigo de Aldo Juri, un ladrón que participó en casos resonantes de los años 90, como el asalto al Pami II (1993).  Juntos formaron una sociedad que anduvo literalmente a los tumbos.

En abril de 1998 asaltaron a un comerciante en Ballesteros, provincia de Córdoba, y se llevaron un rehén. La policía lo empezó a perseguir y liberaron al rehén en un intento de distraerlos. Volcaron cerca de El Fortín, un pueblo vecino a la provincia de Santa Fe, y fueron atrapados.

Preso en la alcaidía de la Agrupación de Unidades Especiales, el Burro lideró una protesta por mejores condiciones de alojamiento. Lo trasladaron entonces a la cárcel de Coronda. En julio de 1999 quedó en libertad y volvió a juntarse con Juri.

En la tarde del 18 de agosto, Barbieri y Juri se presentaron en la empresa de fumigaciones áereas de Gerardo Colotti, sobre la ruta 9, cerca de Cañada de Gómez.

-Buscamos el campo de Ramón González -improvisaron, al ser recibidos, y un poco antes de mostrar sus armas, pistolas 9 milímetros con las numeraciones limadas, como es de práctica.

Después de maniatar a Colotti y a un empleado, se llevaron algo de plata y una camioneta Ford Ranger y fugaron en dirección a Rosario.

Como se suele decir, no llegaron lejos. Omar Bartocci, un amigo de Colotti, se los cruzó por el camino y reconoció la camioneta. El empresario dio aviso a la policía y emprendió la persecución a bordo de una avioneta Cessna. También piloto, Bartocci lo siguió en un Piper.

Al volante de la camioneta, Barbieri salió de la ruta por un camino de tierra, hacia Casilda. Los seguían patrulleros de Pujato, Zavalla y Rosario, además de las avionetas.

Desde el aire, Colotti y Bartocci vieron cómo la Ford Ranger se llevaba por delante un alambrado y daba una serie de vueltas hasta quedar volcada en el interior de un campo. Mientras Juri salió herido, Barbieri murió en el acto. Tenía 43 años.

“Si viniste por un error de la vida -decía el Burro, cuando integraba el club de lectores de la cárcel- la cosa está también en evaluar el tiempo del proceso y el tiempo de condena. Conozco casos de tipos que estuvieron procesados dos años por un porro o por robar una garrafa y a los que después les dieron cinco, seis años de condena. A esos tipos no los van a readaptar. La misma convivencia en la cárcel tiende a llevarte a estar en el campo delictivo”. Lo que el Burro sabía le costó la vida.