La leyenda de Roger Federer se agiganta. Este fin de semana el suizo conquistó su título número 100 tras derrotar en la final al griego Stefanos Tsitsipas en el torneo de Dubai y reafirmó su ingreso por la puerta grande en la historia del tenis.

Desde que comenzó la Era Abierta, hace unos 50 años, solo un jugador pudo superar semejante proeza, Jimmy Connors quien acumuló 109 coronas.

Federer, quien el próximo 8 de agosto cumplirá 38 años y en la actualidad ocupa el puesto número siete del ranking mundial, conforma su centenar de conquista con 20 Grand Slam, 6 Masters Final, 27 Masters 1000, 47 entre ATP 500 y 250.

Pero la carrera hacia la cima del de Basilea no siempre funcionó con tanta perfección y disciplina. Si bien en sus inicios despuntaba su talento, su carácter era irascible, se destacaba por su poca paciencia e intolerancia. Ha abandonado partidos y roto decenas de raquetas. Pero un día un hecho que lo avergonzó cambió su vida para siempre.

Biografía no autorizada

El libro de la biografía no autorizada de Roger Federer de uno de los periodistas de tenis más prestigiosos del mundo, Chris Bowers, comienza describiendo un hecho que ocurrió en el Masters de Hamburgo 2001 y que cambió la carrera del suizo, quien hasta el momento era reconocido como un intolerante y rompedor compulsivo de raquetas.

En ese torneo, Federer de apenas 20 años se estaba enfrentando al argentino Franco Squillari. En el encuentro el suizo ofreció una performance irregular y perdió el partido en primera rueda por 6-3 y 6-4 y tras darle la mano a su rival llegó a su punto máximo de ebullición golpeando su raqueta varias veces hasta destrozarla contra el suelo.

El de Basilea, que desde sus inicios en el alto rendimiento, abandonaba entrenamientos, tiraba partidos y era tremendamente fastidioso se sintió por primera vez tan avergonzado que se prometió nunca más volver a repetir una situación de esas características.

Con el tiempo, Federer recordó aquel momento como trascendental para su carrera: “Erré la volea en el último punto, la pelota quedó entre la raqueta y el suelo. Miré la bola y pensé: ¿Qué es lo que estoy haciendo? Y estrellé la raqueta. Saludé a mi rival, me fui a la silla y allí seguí descargando mi rabia. Luego recapacité, me dije no puedo seguir así quejándome como un idiota luego de cada peloteo y me prometí no decir más una palabra y las cosas definitivamente comenzaron a funcionar”.

A partir de ese suceso, Roger, empezó a controlar su carácter explosivo y fue componiendo de a poco un temperamento que lo describe como un jugador casi inexpresivo, que parece estar siempre relajado, aún en los momentos de máxima tensión. Frío y calculador dentro de la cancha, su vida deportiva se transformó en ejemplar.