"Mamá, mamá, la policía me persiguió a balazos". Laura recuerda los labios pálidos de su hijo, su sudor, el temblor de sus piernas. Axel llegó agitado, con un susto que recién puso en palabras cuando logró tranquilizarse. Contó que se peleó con un chico en la calle. Que apareció un patrullero. Que corrieron. Que el otro muchacho logró esconderse. Y que él corrió como nunca en su vida al escuchar los disparos de la policía. Siete estruendos en total. 

Laura le preguntó si le habían disparado con balas de goma o de plomo. "Balas de verdad, mamá", respondió con seguridad. ¿Cómo puede la policía disparar a plena luz del día, a las tres de la tarde, a un chico que corre de espaldas?, se preguntó esta mamá cuando su hijo terminó de contarle lo que le acababa de pasar. Gracias a dios, pensó, está vivo. Le erraron o tiraron para asustarlo, concluyó en su cabeza. 

Axel quedó consternado, en shock. La balacera había arruinado su cumpleaños. Aquel 25 de enero de 2015 cumplía años. Los ansiados 20. El festejo con amigos terminó en una pelea callejera, con una carrera interminable y con el zumbido de los disparos. Axel sabía que no podía correr mucho, que su corazón no estaba preparado para esfuerzos extremos. Su arritmia, su maldita arritmia, se lo impedía. Pero aquella tarde el instinto de supervivencia pudo más. Corrió como un velocista hasta que creyó que estaba a salvo. 

Axel miró televisión, comió poco y se fue a dormir temprano. Nunca se despertó. Laura lo encontró muerto en su cama. Su corazón falló durante la noche. Una insuficiencia cardíaca, dijeron los forenses. Para el afuera, Axel murió de una "muerte natural". Para su mamá y para su familia, Axel murió por aquella balacera. 

Laura nunca hizo pública la historia. Tampoco hizo la denuncia. No tenía pruebas, solo el relato de su hijo muerto. No conocía las identidades de los policías ni tenía una descripción minuciosa de sus rostros. Calló durante más de tres años. Hasta este fin de semana. La noticia del fusilamiento de Juan Cruz Vitali, otro hijo de Capitán Bermúdez, quebró su duelo incompleto. Laura volvió a revivir aquella tarde de enero. Se acordó de Axel. Se imaginó a Juan Cruz con el mismo miedo que su hijo. Entonces, decidió hablar.    

"Necesito contar lo que pasó, mi hijo también fue una víctima de la violencia policial que sufre el Cordón Industrial", dice. Laura sabe que no puede comprobarlo, que, a diferencia de Juan Cruz, de Roberto Arrieta y de Nicolás Maidana, otras dos víctimas cercanas del gatillo fácil, el cuerpo de Axel no tuvo heridas visibles. "No me lo mataron las balas, mi hijo murió de miedo", asegura. 

Laura habla, cuenta, recuerda los detalles de aquel fatídico día. Su catarsis se transforma en sanación. "Me hace bien contarlo, me estoy sacando un peso de encima", le dice a este cronista. La charla le sirve para reflexionar sobre lo que pasa en el Cordón Industrial con la policía. Habla de abusos naturalizados. De miedos. De amenazas. De silencios. 

"Algo pasa en esta zona, la policía abusa, golpea y mata con total naturalidad", denuncia. Lo de Juan Cruz, dice, no fue "un hecho aislado". Tampoco lo que le pasó a Axel. Menos aún lo que les pasó a Santiago y a Franco, dos adolescentes que frenaron la marcha de la moto en la que viajaban cuando advirtieron que la policía los perseguía a los tiros.   

Laura no busca justicia. Su dolor no tiene rostro. Sí quiere justicia por Juan Cruz y por todos los pibes asesinados por balas policiales. También quiere que se sapa lo que es un secreto a voces en los barrios más pobres y populares del Cordón Industrial: que la violencia institucional está enquistada, extendida y naturalizada.