Las elecciones presidenciales estadounidenses del pasado martes 3 de noviembre dejaron a la luz una cantidad de aspectos que serán materia de análisis de lo más variados en el futuro. Algunos de ellos ya pueden aventurarse y en términos generales pueden aglutinarse en torno a la figura de Donald Trump y en lo que él representa. Sin ir más lejos, es posible que la mayor fortaleza de Joe Biden al momento de reunir voluntades haya consistido en ser exactamente lo opuesto al actual presidente. Esto pone de manifiesto la centralidad política que ocupa Trump, quien se convirtió en el ícono y el eje en torno al cual se reunieron conservadores, reaccionarios, supremacistas blancos, fanáticos protestantes, numerosos trabajadores y campesinos y -hay que reconocerlo de una vez- muchísimos latinos.

Con un discurso polarizador, simplificador de la realidad, con el uso y el abuso de las fake news o noticias falsas -las cuales denunció sistemáticamente que se usaban en su contra-, con una manipulación magistral de los microclimas generados en las redes sociales y mediante la ruptura de la espiral de silencio de sectores extremistas acallados durante décadas detrás de discursos políticamente correctos, Trump se convirtió en un tótem venerado por un sector muy importante de la sociedad estadounidense. Logró algo nada despreciable desde el punto de vista de la comunicación: confundir las formas políticamente incorrectas con la verdad. Encausó odios, rencores, frustraciones, enojos, machismo, racismo, xenofobia y por sobre todas las cosas el miedo de cientos de miles de personas detrás de una causa común: la de su arribo mesiánico al poder. Colaboraron con él factores previos a su llegda a la política poco más de cuatro años atrás, como el descrédito de los políticos tradicionales, el descrédito de los medios masivos de comunicación, el descrédito de un sector de las finanzas vinculadas a Wall Street y las divisiones latentes e irresueltas de la cultura estadounidense.

Trump entendió mucho mejor y más rápido que nadie lo que magistral y sencillamente explicó el uruguayo José Pepe Mujica semanas atrás, que el odio estupidiza. Entendió el funcionamiento de la grieta, que a diferencia del dulce de leche y el colectivo, no es un invento argentino. La grieta es un fenómeno global, que se alimenta de odio para provocar un abismo a cuyo lados se configuran dos mitades irreconciliables, incapaces de dialogar, fáciles de manipular, funcionales al momento de ganar elecciones y cuya consecuencia es la ruina de las instituciones e incluso de la democracia. Es en alguna medida lo que Carl Schmitt denominaba la disyuntiva amigo-enemigo. El enemigo es aquel contra el cual existe una disputa, al que hay desarmar, someter, reducir y eliminar porque así lo exige la necesidad de la política. Eliminar al enemigo es la manera de asegurar la propia subsistencia. El criterio amigo-enemigo exige el enfrentamiento permanente y el uso de la violencia hasta que se derrote al rival. No se plantea el reconocimiento del otro y si ocurre es sólo como parte de una estrategia de largo plazo. La disyuntiva schmittiana cobró vida en los regímenes totalitarios y arrasó con democracias y monarquías en Alemania, Rusia e Italia por citar solamente a los más conocidos. Penosamente, no se aprendió de ello.

La alternativa a esa disyuntiva es la de amigo-adversario. Y ahí se ubica otro conjunto muy nutrido de estadounidenses.

Battle for the soul of the nation

El eslogan de campaña de Joe Biden no podía ser más oportuno. Las elecciones presidenciales se convirtieron en una auténtica batalla por el espíritu de la nación. Allí donde Trump exalta los ánimos, Biden los sosiega. Allí donde Trump niega el racismo sistémico en la institución policial, Biden lo reconoce. Allí donde Trump clama contra el voto por correo, Biden alienta la participación. Respecto de ese tema en particular, la estrategia de Trump fue tan sencilla que da escalofríos: desacreditó la seguridad del sufragio por correo, por lo tanto, sus seguidores republicanos evitaron ese medio y se inclinaron por el voto presencial. Ergo, la mayoría de los sufragios emitidos por correo correspondieron a electores demócratas e independientes. El paso final, era descalificar esos votos por considerarlos fraudulentos para que no fueran computados. Trump apeló a la judicialización de la elección desde hace meses, con la idea de que los jueces fallaran a su favor. Recuérdese que además de haber nombrado tres jueces de la Corte Suprema -nada más y nada menos que un tercio del total- Trump con mayoría republicana en el senado, nombró en tres años y medio a 217 jueces de tribunales de primera y segunda instancia en todo el país. Moldeó un poder judicial conservador para las próximas décadas.

Trump es un mal perdedor y planteó un panorama de tierra arrasada desde que percibió la inminencia de la derrota. Si no ganaba él, intentaría corroer hasta los cimientos mismos de la democracia estadounidense, la más antigua del mundo. Lo anunció antes de las elecciones y lo cumplió, porque no siempre Trump miente. Sembró la duda del funcionamiento de cuanta institución percibiera como opositora a sus intereses. Sin él, el sistema político completo carece de sentido. Del otro lado, Biden y su segura heredera, Kamala Harris, tendrán la enorme tarea de volver a darle sentido al sistema político, a las instituciones y a la democracia.

Ambos sectores lograron algo, ampliar la participación popular -con el 67 por ciento es la más alta de la que se tenga memoria- y ampliar la propia base electoral. En el caso de los demócratas, deberán demostrar su capacidad para construir un futuro cuyos fundamente sean más sólidos que la mera intención de expulsar a Trump del poder. En el caso de los republicanos, deberán elegir qué camino seguir, si el que propuso el magnate, es decir convertirse en los representantes de lo más reaccionario de la sociedad estadounidense o bien, en los representantes de una alternativa conservadora pero constructiva de una sociedad amplia, comprensiva y respetuosa de la diferencia.

Las elecciones fueron reñidas y eso es síntoma de que el alma de la nación está partida. La fractura es notoria y hasta peligrosa, en el país que mayor cantidad de armas de fuego y municiones consume para uso doméstico. Estados Unidos es un país fracturado. Si esa fractura persiste, si la disyuntiva amigo-enemigo prevalece por sobre la de amigo-adversario, es muy probable que asistamos al espectáculo de la caída del Imperio Americano de manera más anticipada a la esperada. Del otro lado del mundo, China está lista para asumir el rol de primera potencia global.