El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, y el príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salman -acusado de ordenar el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en 2018 y, más recientemente, de enviar un escuadrón a Canadá para matar a Saad al Jabri, un exfuncionario de inteligencia- mantuvieron hace pocos días cuatro horas de diálogo en la ciudad balneario de Neom, al borde del Mar Rojo y parecen haber avanzado en una alianza secreta en torno a su enemigo común.

Los gobiernos de Israel y de Arabia se asemejan a dos primos que se odian y a los cuales -en sentido borgeano- no los une el amor, sino el espanto. En realidad, además de su espanto común hacia el régimen teocrático iraní los une otra cosa, y es su alianza estratégica con los Estados Unidos. Los sucesivos gobiernos de este último país han tolerado históricamente los excesos de sus dos aliados en Oriente Medio. Lo novedoso es el actual acercamiento entre los gobiernos árabe e israelí, reeditando aquella idea de Richard Nixon -o más bien de su secretario de Estado, Henry Kissinger- que reza: el enemigo de mi enemigo es mi amigo.

El futuro ya llegó

Tanto Netanyahu como bin Salman están motivados por un futuro que avizoran inmediato. Netanyahu está inquieto desde el triunfo electoral de Joe Biden, lo que supondrá un gobierno un poco más equidistante entre las distintas posiciones en Oriente Medio, luego del gobierno de Donald Trump que lo favoreció sin ninguna clase de disimulo. Al heredero saudí la maltrecha salud de su padre, el rey Salman de 84 años, lo ha convertido en el hombre fuerte de Arabia con sólo 35 años. En breve se convertirá en monarca de uno de los países más ricos de la región y una pieza clave para el mundo islámico, tanto en sentido político como religioso.

Este encuentro supone un claro acercamiento entre dos potencias regionales enfrentadas durante largos años por la cuestión palestina, aunque no supone una plena normalización de las relaciones diplomáticas. Prueba de ello es que, pese a las evidencias, el gobierno árabe no reconoce la reunión. Si una normalización de las relaciones diplomáticas llegara a producirse, sería un acontecimiento de una magnitud similar al Tratado de Paz entre Israel y Egipto en 1979, y el consiguiente establecimiento de relaciones entre ambos países. Arabia Saudí es, por su peso demográfico y su poderío económico, uno de los principales países árabes y su rey es además el custodio de los santos lugares del Islam, lo que le otorga una gran influencia en el universo musulmán.

Pero esta aproximación entre ambos gobiernos, aún sin que se normalicen las relaciones,
supone un giro geoestratégico en la región más caliente del planeta.

Lo que sucede es que el acercamiento no es producto de una voluntad de distensión genuina o de un ánimo de solucionar las diferencias de fondo que albergan, sino de su desprecio por el enemigo común. Ambos gobiernos perciben al régimen de los ayatolas como una amenaza no solo militar, sino también -en el caso saudí- religiosa. Irán es mayoritariamente de vertiente chií mientras que la monarquía saudí intenta colocarse a la vanguardia del mundo suní alegando que La Meca y Medina, las dos ciudades santas, están bajo su dominio. El enfrentamiento por el liderazgo religioso dentro del Islam es de larga data y supuso derramamiento de sangre. El punto más álgido es el enfrentamiento que ambos países sostienenen la guerra civil en Yemen, donde iraníes y árabes apoyan a los bandos enfrentados.

El encuentro

Es poco lo que trascendió de lo sucedido en Neom. Se sabe que estuvieron presentes Yossi Cohen, el director del Mossad -el servicio secreto israelí- y Mike Pompeo, el secretario de Estado estadounidense. Sin dudas fue Irán el tema principal de conversación. Algo que hay que destacar es que el encuentro de Neom no habría sido el primero entre Netanyahu y bin Salman, pero sí el primero reconocido por miembros de uno de los dos gobiernos, concretamente, del israelí. El régimen saudí ha hecho recientemente otros gestos con el Estado hebreo, como permitir que los aviones civiles israelíes crucen su espacio aéreo, algo que prohibía hasta hace poco como de hecho lo siguen haciendo muchos otros países árabes. Pero el principal gesto del gobierno árabe con su par israelí consistió en alentar a otros países bajo su órbita de influencia tales como Bahrein, los Emiratos Árabes Unidos y Sudán, a establecer relaciones diplomáticas
con Israel siempre con la intención de poner en funcionamiento un frente anti iraní.

Actualmente, bin Salman presiona para que los gobiernos de Omán e incluso de Pakistán den pasos en la misma dirección. Qatar, país al que Arabia Saudí boicotea desde hace tres años, no parece dispuesto por ahora a avanzar por ese camino.

Por qué motivo bin Salman no adopta la misma iniciativa y establece lisa y llanamente relaciones diplomáticas con Israel no puede saberse con exactitud, pero puede suponerse que teme una reacción de la población árabe que es, en su mayoría, propensa a la causa palestina. La normalización de relaciones entre Bahrein y los Emiratos Árabes Unidos con Israel fue interpretada en buena parte del mundo islámico como una traición. Es por eso que a bin Salman lo preocupa la posibilidad de una reacción popular. Es por eso que el gobierno árabe no reconoce formalmente el encuentro en el Mar Rojo y, más aún, lo desconoce. En el ámbito diplomático, el gobierno saudí mantiene la posición tradicional de avalar una normalización de las relaciones con Israel, pero con la condición de un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes que conduzcan al establecimiento del Estado palestino.

En los últimos años -y en buena medida a causa de la influencia de Donald Trump- la postura oficial saudí se fue matizando y se privilegió cada vez más la contención de Irán por sobre la solidaridad con la causa palestina.

El nuevo inquilino

Con Joe Biden en la Casa Blanca se avizora algún cambio en la relación entre los Estados Unidos y Arabia. Biden arremetió con una dureza inusual contra el régimen saudí durante su campaña electoral. Prometió que recortaría la venta de armas y señalaría las violaciones de los derechos humanos, comenzando por el asesinato de Jamal Khashoggi en 2018 en Estambul. En 2019 Biden acusó incluso al príncipe heredero de haber ordenado ese asesinato y anunció entonces que trataría a los saudíes como los parias que son.

Biden tiene además la intención de reactivar el acuerdo nuclear con Irán suscripto por Barack Obama y que Trump desestimó en 2018 aunque ayer mismo el embajador saudí en la Organización de las Naciones Unidas predijo que no se atrevería.

Cuando tome posesión como presidente, Biden seguramente matizará esos pronunciamientos, pero es evidente que no pondrá el mismo empeño que Trump en que las monarquías del Golfo Pérsico estrechen vínculos con Israel ni mantendrá con ellas la misma relación privilegiada que llevó al presidente republicano a desconocer cualquier responsabilidad de bin Salman en el asesinato y descuartizamiento de Khashoggi. Quizás por eso el rey Salman tardó nada menos que cuatro días en felicitar a Biden por su elección.

En cualquier caso, aunque Biden al menos se muestra un poco más crítico del gobieno árabe, una monarquía retrógrada que no cumple el más mínimo canon en materia de derechos humanos que los sucesivos gobiernos de los Estados Unidos exigen rigurosamente a muchos otros países en el mundo, tampoco hay que ilusionarse tanto.

Después de todo, la gobernante familia Al Saud ha demostrado ser un leal aliado de los Estados Unidos, un agente para controlar a otros actores islámicos en la región - principalmente Irán- y, por sobre todas las cosas, el acreedor de aproximadamente 100 mil millones de dólares de la deuda externa estadounidense.