Por Diego Gurvich (*)

Hace meses, la sociedad argentina en general, y el sector educativo en particular, incorporó un nuevo cliché; un santo y seña, un password universal: la palabra “protocolo”.

Entre otros efectos fantásticos, el significante “protocolo” produce de pronto en quien lo pronuncia un aura de autoridad, de seriedad, de sapiencia y hasta de cientificidad. Hay que observar también que la aparición de la idea de “protocolo” parece suspender en las autoridades la necesidad de dar explicaciones y en quienes les escuchan, la necesidad de reflexión y repregunta.

Entonces, quien tenga el protocolo tendrá las llaves del reino, al menos en el fantástico - fantasmático - mundo ideal, mediático y de redes sociales en el que parecen tener lugar la mayor parte de los esfuerzos educativos, ese mundo de las fotos de prensa, los actos y las declaraciones rimbombantes; un mundo bastante alejado de las necesidades y preocupaciones de los docentes y los estudiantes.

Es como si la idea de protocolo permitiera desentenderse de aquello a lo que debería aludir; porque - con o sin pandemia - el problema consiste en producir las condiciones para enseñar y aprender. Es claro que la pandemia impone una serie de adicional de complejidades para evitar contagios masivos, pero esas complejidades no suplen sino que se suman a las complejidades que suponen la necesidad de espacios amplios, iluminados, limpios, agua potable, luz o también condiciones salariales y de formación para docentes o libros, becas y acompañamiento para estudiantes.

Una curiosidad de los “protocolos” es que parecen centrarse casi exclusivamente en los ámbitos de responsabilidad de los actores individuales: usar barbijo, mantener distancia, lavarse las manos; mientras se omiten las referencias sobre las condiciones materiales, simbólicas y de organización que los Estados deben poner en juego.

Desde el minuto uno del aislamiento se sabe que la calidad de los espacios escolares constituye una variable clave para que llegado el momento se puedan restablecer las clases presenciales; sin embargo, en estos meses se escuchó poco y nada sobre planes de infraestructura, dotación, adecuación o ampliación de espacios, mejora de las condiciones sanitarias - agua, jabón, alcohol -.

Es justo decir que tampoco se conocieron indicaciones generales sobre estrategias de agrupamiento, ni sobre estrategias de articulación curricular para facilitar las propuestas de enseñanza y de aprendizaje.

El fondo de la trama es la ausencia de políticas educativas públicas claras, contundentes, cercanas a los problemas y protagonistas y a la vez en una escala que se corresponda con la magnitud del sistema educativo.

Entonces, si la contraseña que todos pronuncian es “protocolo”; su par es la política “fantasma”. En ese marco las aspiraciones pansóficas de nuestra educación se vuelven una misión imposible.

Protocolo fantasma: misión imposible

Villano vacante

El giro de las últimas semanas mostró que, frente al reclamo de vuelta a clases presenciales - reclamo que tampoco fue tan ruidoso ni extendido -, nadie quiere asumir los costos ni de conducir la vuelta a clases ni de oponerse abiertamente a ello.

En este marco, los titulares de los diarios permiten a veces la alegría momentánea de los ministros, pero rápidamente se enfrentan con lo efímero de su construcción. La “vuelta a clases” anunciada en tal o cual lugar - y las pretenciosas reuniones “preparatorias” también publicitadas - suele alcanzar lugares remotos o alcanzan a muy pocos docentes y estudiantes, de suerte que terminarán volviendo las clases en parajes en los que tal vez nunca debió suspenderse la presencialidad, un poco por su escasa densidad poblacional, otro poco por su distancia con los centros urbanos y un poco más por lo dificultoso de la comunicación virtual.

Una vuelta para la foto, “pour la galery”, simbólica, una vuelta “como si”, una vuelta que en el mejor de los casos tranquilizará conciencias bienpensantes pero resuelve poco de la desigualdad educativa producida durante la pandemia.

Protocolo fantasma: misión imposible

El último paga

El sistema educativo es - tal vez como otros rincones de la vida social - un sistema permanentemente tensionado entre las fuerzas conservadoras del status quo y los privilegios - de clase, de género y de generación principalmente - y las fuerzas que se proponen horizontes más solidarios, justos e igualitarios.

El futuro inmediato presenta una nueva instancia en la que las disputas por las formas de evaluación y la acreditación de saberes por parte de los estudiantes escenifican parte de las tensiones mencionadas; ni estas formas ni aquellas tensiones se resuelven con declaraciones públicas ni con resoluciones de escritorio. Al contrario, se dirimen cuerpo a cuerpo, zoom a zoom en cada aula virtual o presencial, en cada escuela y en cada territorio.

Habrá que producir colectivamente las dosis necesarias de generosidad política y generacional para acompañar y enseñar también durante las instancias de evaluación y acreditación a los estudiantes, que son con mucho los más castigados por la forma nueva y profundamente desigual que tomó la continuidad educativa en Argentina.

(*) Profesor y licenciado en Ciencias de la Educación.
Miembro del Centro de Estudios en Políticas Sociales y Educativas.