Las primeras reacciones tanto entre oficialistas como opositores permiten esperanzarse. Todo parece indicar que lo acordado conducirá a la pacificación y a la recuperación institucional del país a partir de 2020. Pero ya se han visto expectativas frustradas con anterioridad y la cautela resulta un camino obligatorio en lo que a la crisis venezolana se refiere.

Las negociaciones comenzaron en mayo en Oslo, Noruega, para continuar en Barbados, en el mar Caribe. Y al parecer, el denominado diálogo de paz entre un gobierno sin demasiado margen de error y en proceso de fragmentación, y una oposición que acumula ya demasiados fracasos, no podía arrojar otro resultado que un acuerdo que conformara a ambas partes.

En virtud de lo informado por fuentes cercanas a las negociaciones, entre febrero y abril de 2020 podrían celebrarse elecciones presidenciales en Venezuela con el gobernador de Miranda, Héctor Rodríguez, como candidato del oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) en lugar de Nicolás Maduro, y el autoproclamado presidente encargado de Venezuela, Juan Guaidó, como candidato por la oposición.

Crisis y negociación

Los contactos entre el gobierno y la oposición buscaron reanudar un diálogo que ya se había intentado hasta tres veces en los seis años transcurridos desde la muerte de Hugo Chávez para alcanzar una solución acordada a la crisis política e institucional que padece Venezuela.

Dicha crisis se agravó desde el 10 de enero, cuando Maduro decidió iniciar un segundo mandato de seis años que no reconocieron ni la oposición ni buena parte de la comunidad internacional al entender que las elecciones presidenciales del 20 de mayo de 2018 fueron un fraude.

Como respuesta, Juan Guaidó se autoproclamó mandatario interino el 23 de enero con el objetivo de poner fin a lo que consideró una usurpación, crear un gobierno de transición y celebrar luego elecciones libres. Sin embargo, hasta la actualidad Guaidó no logró más que un reconocimiento a su figura por parte de los gobiernos de los Estados Unidos y varios países latinoamericanos y europeos.

El régimen autoritario encabezado por Nicolás Maduro se las ingenió para mantenerse en el poder a costa de represión, algunas concesiones a los sectores populares que apoyaban a Chávez y amagues de negociaciones que nunca concretó.

Sin embargo, la dimensión de la crisis económica y social es tal que amenaza con una fractura interna que podría culminar violentamente y dejando al gobierno sin la más mínima posibilidad de negociación. Dicho de otra manera, el régimen encabezado por Maduro se sentó en la mesa de negociaciones cuando ya no tenía otro remedio.

Más de cuatro millones de venezolanos han abandonado el país en los últimos años a causa de la crisis humanitaria. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) advirtió que, si la tendencia continúa, a fines de este año podrían sumar más de cinco millones los venezolanos emigrados.

La celebración de elecciones libres sin la participación de Maduro aparece entonces como una vía posible para comenzar a recuperar la institucionalidad y, desde allí, avanzar en la búsqueda de los consensos necesarios que le permitan al país recuperarse de la crisis económica y social.

Entre los temas que se discutieron en Barbados estuvieron presentes la constitución de un nuevo Consejo Nacional Electoral y la presencia de supervisores internacionales, ambas medidas tendientes a garantizar un proceso electoral limpio.

Grieta en el ala militar

Las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad son el principal y quizás el único sostén del gobierno de Maduro. No era una novedad que mientras se mantuvieran leales al gobierno bolivariano, éste subsistiría.

En los últimos meses, comenzaron a aparecer indicios de malestar de las bases militares con relación a la cúpula, leal y principal beneficiada de muchas de las acciones de gobierno de Maduro. El hecho más evidente fue la liberación del opositor Leopoldo López el 30 de abril, algo que no podría haberse logrado sin la defección de un sector de las fuerzas de seguridad, las fuerzas armadas e incluso de la inteligencia. Pero recientemente sucedió algo en el ámbito militar de lo que no parece haber vuelta atrás.

El 29 de junio, Rafael Acosta, un militar de 50 años, murió en un hospital de Caracas, ocho días después de haber sido detenido y acusado de participar en un supuesto plan para derrocar y asesinar a Nicolás Maduro. Fue internado tras sufrir un colapso en el Tribunal, al cual había sido llevado horas antes desde los calabozos de la Dirección de Contrainteligencia Militar donde permanecía detenido. Según activistas de derechos humanos, ese día presentaba signos de tortura y estaba en silla de ruedas. Dos militares fueron acusados por la muerte del oficial y permanecen bajo arresto. El acta de defunción declara politraumatismo generalizado con objeto contundente. Acosta fue sepultado sin presencia de su familia el 10 de julio en un cementerio designado por un Tribunal y bajo custodia. Así lo informó el abogado de la familia, que denunció el procedimiento como una arbitrariedad. El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa denunció que la policía impidió que los medios cubrieran el entierro, llegando a intimidar con armas a los periodistas.

El caso de Acosta podría no ser el único. La ONG Foro Penal contabiliza en Venezuela 614 presos políticos, de los cuales 107 serían militares.

Dudas

El gobierno de Nicolás Maduro tiene un nutrido historial de negociaciones truncas y vueltas de tuerca inesperadas. Ante la gravedad del cuadro actual, subyace la idea de que el propio Maduro ya no tiene demasiado margen de maniobra personal. Se especula con que está dispuestos a dar el paso al costado a cambio de preservar su libertad, posiblemente en otro país.

Las dudas provienen más bien de la actitud que pudiera adoptar el denominado número dos del régimen, Diosdado Cabello. Hay quienes mantienen la preocupación de que este diálogo que parece haber llegado a buen puerto, sea en realidad una maniobra dilatoria hasta que cambien las condiciones internacionales que le permitan al régimen bolivariano permanecer incrustado en el poder. Sólo el tiempo confirmará o desestimará esa hipótesis.