Ocurrió en alguna esquina, pudo ser Rosario o Buenos Aires. En plena algarabía por el Campeonato mundial recién conseguido, un hombre con el torso desnudo avanzaba por el pavimento tirando de su carro cargado con cartones, vidrios y lo que fue encontrando a su paso por los contenedores de residuos.

A su alrededor, la gente solo festejaba, ajena a las preocupaciones de un ciruja. Pero éste, sin embargo, se detuvo un momento a participar con una sonrisa del festejo. Observaba manso y devolvía con los brazos en algo la arenga de la juventud que lo invitaba a gritar campeón.

Y en ese cruce de miradas albicelestes, vino un chico, veinteañero. Se sacó la camiseta n° 10, la de Messi, y se la dio al cartonero. Y se abrazaron. Y se emocionaron juntos. Y el pibe se fue, y vino otro, y después otros más. Y el cartonero lloró de rodillas en el pavimento, se puso la camiseta de la Selección, una de las buenas como nunca había soñado tener. Y celebró como uno más.

Luego, claro, habrá tenido que seguir cartoneando, pero con el 10 en la espalda.