La palabra “trabajo” todavía circula como si su significado no hubiera mutado, como si el mundo que la sostenía siguiera intacto. Pero lo que conocíamos como “mundo del trabajo” –esa geografía simbólica, institucional, relacional y productiva que hacía del empleo no solo una actividad sino una identidad– se ha desmoronado. En su lugar emerge un paisaje fragmentado, atravesado por billeteras virtuales, plataformas, promesas de libertad emprendedora y una economía donde la vida entera, y no solo la fuerza laboral, se vuelve materia prima para el capital. Así lo adviertió en diálogo con RosarioPlus el sociólogo e investigador del CONICET Esteban Dipaola: “no es que el trabajo haya mutado, es que dejó de existir como tal. Lo que queda es otra cosa”.

“El trabajo en esta época está escindido de las relaciones de producción y el trabajador no se percibe como productor de mercancías y por medio de la relación como agente creador de riqueza, sino que se representa lo laboral como un espacio de creación y gestión de su propio dinero. Esto es lo que se expresa en las expresiones del estilo “mi propio jefe”. El individualismo como clave interpretativa de época supone que lo que produzco me pertenece, por lo cual la alienación es distinta a la del modelo industrial, porque testimonia que el trabajador no percibe ni cuestiona la relación de explotación y vive individualmente su propia autoexplotación, como si no hubiera un sistema de relaciones que determina a ese extractivismo de las energías vitales”. 

En la era de los influencers, las memecoins y el “yo soy mi marca”, el trabajador ya no se piensa como productor de mercancías, sino como generador de dinero. No hay mercancías, hay cashflow. No hay patrón, hay algoritmo. No hay lucha de clases, hay métricas de engagement. El viejo conflicto entre capital y trabajo se disuelve en una nube de historias de Instagram y promesas de libertad financiera. El resultado es una forma de autoexplotación tan radical que ni siquiera se percibe como tal: el individuo cree que se está liberando cuando en realidad está entregando su vida –literalmente su vida, sus emociones, su intimidad, su carisma, su cuerpo– al extractivismo total del capital financiero.

“De este modo -amplía Dipaola- se consolida un modelo de vida como activo financiero, donde cada individuo debe reproducir su propia tasa de ganancia. Esto es evidente dentro de la lógica de las plataformas de servicios y de creación de contenidos como Rappi; Uber; Onlyfans, pero se traslada a cada ámbito de producción laboral, incluso los tradicionales”.

En este sentido el investigador evita hablar del “empresario de sí”, ese término que popularizó Foucault y que tantas veces se usó para describir la subjetividad neoliberal. Para él, estamos ante un proceso más profundo: no se trata de hacer empresa con uno mismo, sino de convertir la propia existencia en un activo financiero. En este nuevo régimen de producción, no solo trabajamos, sino que nos entregamos. Todo se vuelve monetizable. El amor, el deseo, la simpatía, la tristeza, el enojo: todo puede capitalizarse. Lo laboral ya no se define por la entrega de tiempo y esfuerzo físico, sino por una performance continua y totalizante de la personalidad. No se trabaja: se cotiza.

“Quiero decirte, la idea de empresario de sí involucra una percepción de actividad, de que se hace algo para producir, sin embargo, lo notable de esta era es que se asiste a un extractivismo de la vida donde cualquier cosa puede venderse: la intimidad, la seducción, el erotismo, la voluntad de cambio, la valoración, el amor, el afecto, todo puede ser redituable. Eso es la financierización de la vida y el proceso de modificación de la identidad desde la fuerza de trabajo al activo financiero. El individualismo de esta era, que yo entiendo como “individualismo contactless” porque prescinde del contacto, forja un tipo de fenómeno extraordinario que es la vida como recurso para la reproducción financiera del capital. Anteriormente el cuerpo y la función del trabajador era lo necesario para la reproducción del capital, por eso el trabajo podía pensarse como una relación de producción, en cambio, ahora la vida misma como totalidad es un recurso de extracción y reproducción de tasa de ganancia”, sumó.

Este modelo resulta especialmente potente entre los jóvenes. No porque estén alienados, sino porque ya no conocen otro paradigma. Para ellos, la relación laboral tradicional es apenas una postal antigua. El trabajo como lugar de pertenencia o como medio de ascenso social les resulta ajeno. Lo que hay son plataformas, seguidores, criptos. El “de qué querés trabajar cuando seas grande” fue reemplazado por el “cómo monetizás tu contenido” o “cuánto minás por semana”. Es un nuevo modo de habitar lo social que disuelve el sentido mismo de lo colectivo: no hay comunidad, solo cuentas individuales que buscan escalar en un mercado simbólico y económico sin reglas claras ni garantías.

“En esta época lo que está disuelto es la misma idea de trabajo y la de relación social, porque el modelo financiero constituye un imaginario de vida en las afueras de los regímenes clásicos de lo laboral: por esto aparecen las plataformas, los creadores de contenidos, los influencers, los youtubers, etc. Trabajar implicaba una disposición física y psíquica, pero la vida hoy demanda todavía más: que todo lo que es una persona esté al servicio del extractivismo del capital, las emociones, los afectos, los ideales, las fantasías, los miedos, todo lo utiliza el capital para conformar un modelo de extracción absoluto y canibal”, explicó Dipaola.

La ruptura es también generacional. Donde antes los oficios se transmitían de padres a hijos –el panadero, el plomero, el maestro, el mecánico–, ahora educa el algoritmo. TikTok reemplazó al maestro de taller. YouTube al padre. El conocimiento se dispersa en redes, se fragmenta, se vuelve desechable. No hay más linaje laboral, hay autoformación interrumpida. Lo que se pierde es la transmisión, pero también la protección. La vida, nos dice Dipaola, ya no está ordenada por instituciones que resguarden lo común, como lo hacía el salario en el siglo XX. Hoy cada uno vive “como si lo que los demás piensan careciera de valor”, como si la realidad fuera un juego solitario donde el otro es apenas un espectador.

Si el trabajo, como lo conocíamos, ya no existe, ¿qué nos queda? Una subjetividad que cree que emprende cuando en verdad se entrega. Una cultura que celebra la libertad mientras se hunde en la soledad del algoritmo. Una economía que ya no se nutre de lo que hacemos, sino de lo que somos. Y en este nuevo mundo sin obreros, sin fábricas y sin sindicatos, el cuerpo no descansa ni se organiza: produce todo el tiempo, como si el capital lo habitara desde adentro.