El 18 de junio en Plaza de Mayo no hubo imagen, pero sí una voz: la de Cristina Fernández de Kirchner, resonando por altoparlante, primero grabada, luego en una comunicación telefónica inseperada. En ese instante, sin imagen, sin rostro, la multitud reunida escuchó en un silencio activo que devino mito.

"A las palabras se las lleva el viento"... Pero, ¿y si el sonido no se deja llevar? ¿Si, al contrario, lo que se disuelve en el aire se instala en el cuerpo, en lo común, en la vibración compartida? Ese día, lo efímero se volvió acontecimiento. Sin escenario, sin espectáculo: solo la voz. Una voz que, al surgir desde los parlantes, inauguró una presencia de otro orden. No había nada para ver, y eso obligó a quienes estábamos presente a una escucha distinta: quieta, abierta, disponible.

En el momento en que la voz de Cristina empezo a hablar, los empujones, los gritos, los cantos propios de una Plaza repleta cesaron. Sólo algún que otro distraído vendedor que siguió ofreciendo cervezas a viva voz y que rápidamente fue acallado con el "shhh" de los cercanos. 

Una de las primeras cosas que mencionó en el mensaje grabado fue que había escuchado los cantos que, cual enamorados, la militancia había ido a entonar bajo su balcón. En ese acto la voz de Cristina no sólo habló: resistió. Resistió a la artimaña judicial que intentó interrumpir el diálogo con la gente en ese impedimento de asomarse al balcón que duró apenas unas cuantas horas y que no tenía otro propósito más que ella no aparezca, no pueda saludar, no pueda responder a los cientos de miles de personas fueron a apoyarla. Por eso a más de uno se le coló una lágrima cuando ella dijo: "Escuché los cantos que entonaron. Los escuché todo. Pero el que más me gustó escuchar fue que vamos a volver" .

Se puede mirar la mirada y desde ese 18 de junio no estoy del todo segura de que no se pueda también escuchar la escucha. La plaza fue cuerpo colectivo en estado de vibración, oyente de sí misma, médium de un mito que no cesa. Lo que sucedió no fue solo comunicación, fue resonancia. Porque el sonido no es solo transmisión de información: es cuerpo, es clima, es afecto. El que escucha accede al desfasaje del tiempo. Escucha como se escucha a nuestros muertos, como siguen resonando las voces de nuestros dioses. La frase del Diego "voy a ser cristinista hasta los huevos" se escuchó mucho estos días y llegaba como un grito de guerra y una caricia al alma, con esa ambivalencia que siempre lo caracterizó al más humanos de los dioses. Ese miércoles se escuchó a Cristina como se escucha a las presencias que no se dejan ver. Y, sin embargo, están.

Gilles Deleuze y Félix Guattari llamaron percepto a las formas de sensación que persisten más allá de quien las percibe. No son percepciones personales, sino bloques sensibles autónomos, como una vibración que queda flotando en el tiempo. El arte no es la manifestación de una interioridad. Un cuadro de Van Gogh no comunica su percepción de los girasoles, sino que crea un percepto de girasoles que sobrevive a Van Gogh. Así como el filósofo crea conceptos, el artista crea perceptos y afectos.

Lo que sucedió el 18 de junio fue, tal vez, eso: la creación de un percepto político. La voz que emergió sin cuerpo. Un bloque de sensación que perdura. Un amigo de X, con el humor que lo caracteriza escribió: "Cristina hablando por una farola de Plaza de mayo" y creo que no hay imagen más correcta para esta nota.

X de El Choique Perseguido ⭐️⭐️⭐️

David Toop, un investigador del sonido, escribe que todos nosotros (o tal vez, debería decir: aquellos de nosotros dotados con la facultad de escuchar) comenzamos como oyentes furtivos en la oscuridad, escuchando sonidos apagados del mundo exterior al que todavía no habíamos llegado. La escucha es el primero de nuestros sentidos que empieza a funcionar: la escucha domina la vida amniótica. Es de hecho el único sentido que está desde el inicio. 

En el inicio, somos apenas algo que oye y se mueve en la voluptuosidad de un cuerpo que no nos pertenece y del que sin embargo somos parte. Esa tarde nos conectó a nuestra memoria linfática. La Plaza fue vientre, la multitud el líquido amniótico por el que nos movimos comprimidos, y nosotros, hijos aún por nacer. Apretados, caóticos y expectantes asistimos a su voz como una caricia. Como en el tiempo prenatal, donde el sonido es absoluto e inmotivado, donde no hay causa ni imagen, solo vibración, y la voz materna llega como un anuncio de porvenir. 

La historia de la escucha no está en los libros ni en los archivos. Está en los mitos, en la ficción, en las campanadas de una iglesia, en el eco de un grito colectivo, en el rumor que se filtra entre las paredes. El sonido siempre remite a otra cosa. A lo que no está. A lo que no se ve, pero insiste. Por eso, el 18 de junio, en esa plaza sin imagen, hubo algo que apareció. Algo que no se puede ver aún, pero que todos escuchamos. Un mensaje que decía, algo nuevo está por nacer.