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José Ricardo Díaz Franco (h) tenía 30 años y tres hijos pequeños. El 19 de diciembre de 1988, se retiró minutos después de las 12 del negocio familiar donde trabajaba, una distribuidora de productos lácteos para grandes consumidores, en Urquiza 2611. Ese día había dejado su auto en el garaje. Empezó a caminar por calle Rodríguez, hacia San Lorenzo, en busca de un taxi.

Fue la última vez que se lo vio con vida.

A las 16.30 su madre, Nora Dei Cas, atendió el teléfono de la casa. Una voz masculina pidió hablar con el padre, el empresario José Ricardo Díaz Franco, que se encontraba en ese momento en Funes. El desconocido dio a entender que algo había pasado pero no aportó datos concretos hasta que la mujer, desorientada, preguntó si su hijo estaba preso.

-No -respondió el hombre del otro lado de la línea-. Lo tenemos nosotros. Queremos 300 mil dólares.

Antes de cortar anunció que volvería a comunicarse por la noche y que al llamar se identificaría con la contraseña “Operativo Cóndor”. Una clave con resonancias inquietantes, más policiales que de la delincuencia tradicional, ya que remitía tanto a un icono del nacionalismo de derecha -el desvío de un avión de línea a las islas Malvinas, en septiembre de 1966- como a la represión ilegal, el plan Cóndor que secuestró y asesinó a militantes políticos de distintos países del continente.

Apenas se enteró de la desaparición de su hijo, Díaz Franco comenzó a hacer gestiones para encontrarlo. Un empleado de su empresa lo puso en contacto con un policía llamado Rubén Corlini, profesor en la Escuela de Cadetes. Y Corlini le recomendó hablar con el comisario Raúl Oscar Romero, el jefe del Comando Radioeléctrico. Por entonces, con la ayuda de algunos periodistas que solían mencionarlo en sus crónicas, Romero comenzaba a tener fama de policía de mano dura con el delito.

A las 22 del 19 de diciembre de 1988 el teléfono sonó cuatro veces en la casa de la familia. Cada vez que lo atendían, del otro lado cortaban la comunicación. Por fin, al quinto llamado Díaz Franco pudo hablar con un vocero de los secuestradores. Las exigencias eran las mismas: el pago de 300 mil dólares, a cambio de liberar al joven secuestrado entre 24 y 48 horas después de recibir el dinero.

Díaz Franco rechazó esa condición y quedaron en volver a hablar. El vocero de los secuestradores dijo que se identificaría con otra contraseña: La Serenísima. Una referencia irónica a los negocios del empresario.

En la noche siguiente, Díaz Franco se reunió con el comisario Romero en los altos de la vieja Jefatura de Policía. No quería presentar una denuncia formal, por temor a que los secuestradores tomaran represalias. En una declaración posterior ante el jefe de la Delegación Rosario de la Policía Federal, el empresario acusó al jefe del Comando Radioeléctrico de traicionar su confianza: lo que él pensaba era una conversación reservada se convirtió en una declaración, fechada en la madrugada del 20 de diciembre, y en el comienzo de un expediente judicial que resultaría tan voluminoso como poco revelador.    

Cita fallida

En la misma mañana del 20 de diciembre el secuestro de Díaz Franco (h) tomó estado público. A las 8.30 un periodista de la radio llamó a la casa de la familia en busca de información. No había que pensar demasiado para saber de dónde venía la primicia. A partir de ese momento, dijo Díaz Franco, “se sucedieron las llamadas de los secuestradores solicitando negociar hechos insólitos, tales como entregas de dinero anticipada a la liberación de mi hijo, voces de distinto calibre, cambios de procederes, llamadas no coordinadas, creando el desconcierto familiar en gran forma”.

Díaz Franco, sin embargo, logró concertar una cita con los secuestradores para pagar el rescate. El 22 de diciembre, a las 7, debía dirigirse en el paraje La Carolina, cerca del puente que señala el acceso a San Nicolás, y esperar a un hombre de pantalón negro y camisa blanca que se presentaría diciendo “Pepe dame el paquete”.

Al mismo tiempo, el juez Francisco Martínez Fermoselle ordenó que el comisario Romero, siendo receptor de la denuncia, siguiera a cargo de la investigación. Díaz Franco le pidió al policía que no fuera a San Nicolás y le dejara entregar los 200 mil dólares que finalmente había acordado pagar. “Pero cuando llegué al lugar, me encontré con toda la policía. Abiertamente, a la vista, sin el menor disimulo. Esa fue la única cita que tuve con los que se llevaron a mi hijo”, declaró el empresario a la prensa.

Díaz Franco manifestaría su enojo ante la negligencia de la policía rosarina en numerosas entrevistas. También lo expresó en una nota dirigida a la jueza federal Laura Cosidoy, el 14 de abril de 1992. El empresario dijo entonces que le había rogado a Romero que no se presentara en San Nicolás. Su hijo -en lo que sería la última conversación telefónica que mantendrían- le había pedido “que fuera solo porque si no lo iban a matar”. Y una semana después se interrumpió el contacto entre la familia y los secuestradores.

Cosidoy tenía entre ojos a Romero por otras razones, que pronto provocarían un escándalo. La policía informó mientras tanto que se había tiroteado con los secuestradores en cercanías de la ruta 9, y que los delincuentes habían escapado en una cupé Fuego de color blanco. El episodio reforzó las sospechas sobre su actuación. Pero las torpezas y la falta de respuestas en el caso Díaz Franco no afectaron la carrera del comisario Romero. En poco tiempo llegaría a ser jefe de la Agrupación de Unidades Especiales de la Unidad Regional II.

Una carta anónima

A fines de 1991, la investigación se reactivó. Fue un coletazo de otros secuestros extorsivos: los de Jorge Negrini y Fernando Massaro, en Monte Maíz, provincia de Córdoba, y el de Hugo Jorge Filipetti, productor rural de Murphy liberado tras el pago de 150 mil dólares y un tiroteo entre delincuentes y policías cerca de Wheelwright. Los casos trajeron a la zona a jefes de la Policía Federal, y de la tormenta de ideas entre las distintas fuerzas de seguridad surgieron los nombres de Ariel Omar García y Jorge Manuel Rivas, cuyas fotos aparecieron en la prensa después del secuestro de Filipetti.

García y Rivas eran oriundos de Colón, en el norte de la provincia de Buenos Aires, y tenían antecedentes por piratería del asfalto y actos atrevidos contra la autoridad, como el secuestro de un juez del departamento General López al que retuvieron unas horas y golpearon.

La investigación del secuestro de Díaz Franco había pasado al juez Carlos Carbone, quien tenía seis casetes con las grabaciones de las conversaciones sostenidas por familiares de la víctima con los secuestradores. En marzo de 1992, la familia recibió una carta manuscrita que había sido enviada en forma anónima desde Venado Tuerto y se convirtió en una guía para la causa. 

Díaz Franco, según la carta, había estado cautivo en una isla frente a San Nicolás. Sus secuestradores eran Rivas, García, Daniel Cafesse, Andrés Héctor Roldán y Julio Saladino. Gente que difícilmente pudiera conseguir un certificado de buenos antecedentes. El comisario Raúl Romero volvió al ruedo desde la jefatura de la Agrupación de Unidades Especiales, donde lo secundaba Rubén Cavallo, denunciado como integrante de la patota de Agustín Feced durante la dictadura. Un detalle, si se piensa que el propio subsecretario de Seguridad Pública del gobierno de Reutemann, el coronel Rodolfo Riegé, también estaba señalado como represor  y José Lo Fiego, el Ciego, seguía todavía en funciones, en una oficina vecina al sótano donde había dirigido las torturas a militantes políticos.

El pasado de la dictadura estaba muy cercano. Díaz Franco, de hecho, era un desaparecido, y lo sigue siendo, como le ocurre a muchas víctimas de la represión ilegal. Entre otros llamados de chantajistas y aprovechadores, Nora Dei Cas recibió una comunicación de Carlos Altamirano, alias Caramelo, también ex integrante de la patota de Feced durante la dictadura. Altamirano se presentó como investigador privado y solicitó una entrevista personal. Dei Cas le entregó cinco mil dólares “contra la promesa de encontrar a Ricardo en quince días”.

Altamirano embolsó el dinero y no aportó un solo dato, denunció la familia. Incluso una allegada al ex policía pidió otros cinco mil dólares que los padres del desaparecido se negaron a pagar. Un llamado anónimo, más tarde, los puso en contacto con un preso de la Unidad 3, quien también pidió dinero a cambio de información, y un abogado del foro local les avisó “que un cliente poseía importantes informes relacionados con la causa, negándose a dar mayores datos, amparándose en el secreto profesional. Solicitó a cambio, si de la información resultaba que se encontraba al hijo del declarante, vivo o muerto, debería pagarse la suma de 150 mil dólares”, relató Díaz Franco.

Los secuestradores contactaron también al cura Ignacio Aparicio, conocido por su participación en programas de Canal 5. En la sacristía de la Iglesia de la Concepción (Catamarca y Ricchieri) el padre de Díaz Franco atendió otro llamado donde los delincuentes lo insultaron y lo conminaron a pagar el rescate.

Los acusados

El 28 de julio de 1992, los policías rosarinos y los federales exhibieron una victoria: la captura de Jorge Manuel Rivas, por entonces de 30 años. En su departamento del edificio de 9 de Julio 2345 guardaba equipos de comunicaciones, armas, municiones y títulos y patentes de vehículos. Y poco después hubo otra: la de Ariel García. Nadie podía negar que sus prontuarios eran libros abiertos, pero la policía los infló de manera desmesurada y en las crónicas de la época les cargaron 100 asaltos a camiones, 50 robos de bancos, 10 homicidios y beneficios netos de 12 millones de dólares. Números redondos.

La fotografía del comisario Romero, de aspecto entre displicente y severo, llegó a los diarios nacionales. Sin embargo su estrella comenzó a extinguirse en 1993, cuando la juez Cosidoy lo detuvo junto a otros seis policías -entre ellos César Heriberto Peralta, la Pirincha, actualmente prófugo de la Justicia por delitos de lesa humanidad- por protección al narcotráfico.

Romero terminaría sobreseído por la Cámara Federal de Apelaciones y si bien pudo retomar funciones, su carrera transcurrió en lo sucesivo en un cono de sombras hasta su retiro, en unidades regionales algo distantes de Rosario. Cosidoy, por su parte, sufrió un ataque a balazos del frente de su casa, en Parquefield, un atentado típicamente mafioso; y algunos brulotes, redactados por periodistas que consideraban a Romero un policía ejemplar.

Parecía que la investigación sobre Díaz Franco avanzaba: la policía bonaerense detuvo a Andrés Roldán en Mar del Plata, mientras que Daniel Cafesse cayó preso en San Luis, donde había invertido sus ahorros en un campo. Por último, Julio Saladino cayó rodeado en malas compañías, según una nota de La Capital, en su aguantadero de Pueyrrredón al 3800 “se encontraba una joven prostituta de 27 años junto a tres jóvenes, conocidos drogadictos de la zona sur de Rosario”. Mientras tanto, la policía concluyó que la carta anónima había sido enviada por una mujer de apellido Campodónico, quien no obstante negó haberla escrito, y de ahí no se avanzó.

Pero los acusados negaron tener vinculación con el secuestro. La investigación policial, tantas veces elogiada, brillaba por la ausencia de pruebas. Saladino fue el primero en quedar desvinculado.

El 4 de octubre de 1993 Andrés Roldán envió una carta a Nora Dei Cas, desde la cárcel de Junín, donde estaba preso por otros delitos: “Quiero colaborar, ya que sé muchas cosas de los verdaderos culpables y sinceramente creo que la justicia o el juez actuante no quieren que salga a luz”, dijo, antes de aclarar “que no voy a solicitarle dinero, ni ningún favor especial”. Pese a sus promesas, no hizo ninguna contribución significativa para el esclarecimiento de la historia.

El juez Carbone procesó a Rivas, García y Roldán por secuestro extorsivo. Otro detenido, Mariano Gudelj, ajeno al grupo, fue detenido por el intento de extorsión al padre de la víctima. Los cassettes con las conversaciones grabadas, único rastro de los secuestradores, fueron enviados a la Universidad de Michigan, en EEUU, donde se habían realizado pericias como parte de la investigación del secuestro de Osvaldo Sivak, asesinado por sus captores y cuyos restos se hallaron en noviembre de 1987.

Los cassettes habían registrado las voces de varios individuos. El examen del perito Oscar Tosi identificó la voz de Rivas con un 99,95 por ciento de probabilidades como la de quien exigía el monto del rescate a la familia. Otra voz que aparecía distante del teléfono podía ser la de Roldán con un 55 % de probabilidades y una tercera la de García, con un 19%.

El resultado no fue una novedad, ya que los investigadores estaban convencidos previamente de que se trataba de la voz de Rivas. El empresario Díaz Franco también la reconoció. En cambio, los indicios contra García y Roldán se reducían a un dudoso reconocimiento fotográfico por parte de los policías que participaron en el tiroteo en cercanías de la ruta 9.

El 6 de mayo de 1994 el Tribunal Oral Criminal Federal número 1 de Rosario sentenció a Rivas a 6 años de prisión por tenencia de armas de guerra y tenencia ilegítima de armas de guerra. Después de esa fecha sumó más causas, por secuestro extorsivo, evasión y nuevamente tenencias de armas de guerra. García quedó preso por los secuestros de Monte Maíz y Roldán salió en libertad en  septiembre de 1995 por aplicación del Pacto de San José de Costa Rica, después de pasar tres años de prisión preventiva sin sentencia.

Rivas se convirtió en una especie de enemigo público. Así lo había presentado la policía de Romero y Cavallo. En febrero de 1999 se escapó de Coronda, aprovechando un permiso de salida. Tres meses después se tiroteó con policías cerca de Máximo Paz y enseguida volvió a caer preso.

Enigma sin fin

En junio de 1999 entrevisté a Rivas en la cárcel de Coronda. No recuerdo cómo se gestionó la nota, pero creo que fue a partir de un llamado del propio Rivas a la redacción de La Capital. “Soy un delincuente y lo asumo, pero no me dedico al palo del secuestro extorsivo”, me dijo. Atribuyó la acusación a un invento policial, en represalia a su negativa de pagar una coima.

Fue su intento de defenderse de las acusaciones, que no prosperó demasiado ya que el juez de sentencia Julio Kesuani lo condenó poco después a 15 años de prisión por el secuestro de Díaz Franco (después le elevaron la pena a 25 años al unificarla con otras sentencias) y a la vez absolvió a Roldán y García, que seguía en Coronda por el secuestro de Jorge Negrini y Fernando Massaro.

Rivas fue trasladado a la cárcel de Junín y con el tiempo consiguió salidas transitorias. El 19 de junio de 2008 fue atropellado por una docente a la que aparentemente quiso asaltar, en Las Violetas, partido de Pergamino, y murió quince días después.

A García no le fue mejor. En 2007 y en 2013 lo detuvieron por tenencia de drogas para la venta. Su nombre siempre mejoraba cualquier procedimiento y lo acusaron de integrar una banda narco que se movía entre las provincia de Buenos Aires y Santa Fe. Terminó asesinado en agosto de 2015 en una oscura disputa por un kilo de cocaína, en una tapera de Labordeboy. Por entonces tenía un bar nocturno sobre la ruta 8, cerca de Wheelwright, llamado Oasis.

El cuerpo de Díaz Franco nunca fue hallado, ni se obtuvieron datos sobre su paradero. En junio de 1992 hubo operativos de búsqueda en la zona de islas frente a San Nicolás. En febrero de 1994 se hicieron excavaciones y se secó un tramo del arroyo Pearson, en el partido bonaerense de Colón. “Todavía hoy nos siguen llamando para pedirnos plata a cambio de la vida de mi hijo”, dijo el padre en julio de 1992. Había viajado a varias localidades de la provincia e incluso a Chile siguiendo pistas falsas, sin recuperar el contacto directo con los secuestradores.

“Tengo el pleno convencimiento de que los protagonistas del hecho están ligados a la policía”, dijo Díaz Franco en su nota a la jueza Cosidoy. Una hipótesis que nunca se investigó.