En la vida de Claudio Fernández se resumen las últimas décadas de la historia argentina. Sus pasos coinciden con la movediza y sinuosa cronología política del país. Las últimas fotos de su biografía, aquellas imágenes que en su día recorrieron las planas de los diarios y las pantallas de los noticieros, retratan la recuperación y el auge de la ciencia nacional. Dan cuenta de su repatriación, de sus logros como profesional y de su trascendente rol dentro de la comunidad científica. Tiene a su cargo el Laboratorio Max Planck en el que funciona un equipo de Resonancia Magnética Nuclear, el más potente de Latinoamérica y uno de los cinco que hay en todo el mundo.

Fernández (48 años) encarna el ascenso social de un muchacho que nació en Villa Soldati a fines de los 60, en el seno de una familia humilde, con un padre fletero y una madre ama de casa. De chico, sufrió el terror de la dictadura. Un tío desaparecido y el miedo de no entender por qué había que esconderse. A los 18 años, la universidad pública le permitió sumergirse en el mundo del conocimiento. Con un incansable esfuerzo, se graduó en dos carreras: Farmacia y Bioquímica.

Con los títulos bajo el brazo, le tocó ejercer sus profesiones en un país que admiraba a quienes andaban en Ferraris o compraban electrodomésticos en el exterior gracias a una convertibilidad ficticia. Hasta que un día la puerta se cerró por completo. La fulminante crisis de 2001 lo expulsó al exterior. Claudio rechazó la invitación de Domingo Cavallo para “lavar los platos”. Armó sus valijas y se fue a Ezeiza. Un avión lo depositó en el “primer mundo”. Viajó por Estados Unidos, Italia y Alemania, el destino final elegido para trabajar y capacitarse.  

A los pocos meses, fue convocado por el Instituto Max Planck de Biofísica y Química de Göttingen, ciudad que tiene la particularidad de tener un Premio Nobel cada mil habitantes. Allí, se enfocó en el estudio de moléculas asociadas a procesos patológicos a nivel cerebral. Trabajó días y noches enteras en un laboratorio al que llamó “Little Rosario” (pequeña Rosario). Se aferró al fútbol, su segunda gran pasión, para estar cerca de sus raíces. Se anotó en una liga regional y jamás se perdió un partido de San Lorenzo en el monitor de su computadora.

En 2006, Fernández decidió regresar a la Argentina. Lo llamaron y le prometieron tener a su disposición un equipo de Resonancia Magnética Nuclear (aportado por la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica y el Conicet) para crear el equipo de Neurobiología Estructural, un laboratorio único en el país, de referencia internacional, que desde 2014 funciona en el espacio físico del Centro Científico Tecnológico (CCT-Rosario), ubicado en el predio de calle Ocampo y Esmeralda.

El laboratorio cuenta con equipamiento de última generación, similar al que se encuentra en laboratorios de Europa y Estados Unidos. Trabajan cincuenta investigadores del Conicet, entre ellos dos argentinos repatriados que vivían en Barcelona. El Estado se hizo cargo de toda la inversión. El equipo de Resonancia Magnética Nuclear costó un millón de euros.

“Esta es la prueba de que la ciencia es tomada como política de Estado. Se produce con inversiones del Conicet, la universidad pública y los ministerios de Planificación, Ciencia, Salud y Educación. No nace de la voluntad de un sector o un solo ministerio, sino que es apoyado por muchos actores que trabajan en un rumbo decidido y que ha cambiado el ambiente para hacer ciencia”, dijo el día que se inauguró el laboratorio.

No era la primera vez que Fernández enfrentaba los flashes y los micrófonos. En 2009, su equipo forjó un descubrimiento muy importante en el campo de las enfermedades de Parkinson y Alzheimer, lo que le valdría publicaciones en revistas científicas prestigiosas del mundo.  En 2011, se hizo “famoso” tras el emotivo encuentro que mantuvo con la presidenta Cristina Fernández en medio de un acto. “Conserve las fotos de mis hijos, son suyas. Gracias por todo”, le dijo a la mandataria ni bien la tuvo cara a cara.

El próximo desafío de Claudio es ligar la ciencia y la educación. Para eso, ideó la plataforma País Ciencia, un proyecto que busca llevar la tecnología a los barrios y a las aulas. El tiempo es lo que no le alcanza. Duerme cuatro horas por día y tiene una vida desdoblada: vive tres días con su familia en Buenos Aires y cuatro en Rosario, en una pensión repleta de estudiantes a pocas cuadras de la Siberia.  

En una de sus últimas entrevistas desnudó su corazón. Contó que se siente orgulloso por haber alcanzado el sueño de su madre. “Mi vieja siempre quiso estudiar algo relacionado con la medicina o la bioquímica, pero le dijeron que la mujer estaba para preparar la comida y para tejer y la mandaron a hacer un curso de corte y confección”, aseguró.

Claudio sabe muy bien que su esfuerzo y dedicación son apéndices de su éxito. Es un agradecido de las oportunidades que tuvo en la vida: educación gratuita, ascenso social y un modelo de país que lo volvió a cobijar.