“Más si hubiere muerte, entonces pagarás vida por vida/ Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie/ Quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe”. La ley del talión, como la enuncia el capítulo 21 del Éxodo, en la Biblia, nunca pudo ser desterrada del horizonte del castigo, sobre todo en momentos de descomposición social y crisis de las instituciones. El asesinato de Pablo Reinstein y la venganza que cayó sobre sus autores fue una de sus aplicaciones ejemplares, en un episodio que anticipó el fenómeno de la llamada justicia por mano propia.

Pablo León Reinstein tenía 23 años, vivía en Oroño al 1000 y era hijo de un comerciante con negocios en la calle San Luis. En la tarde del 3 de septiembre de 1975, cuando estacionó su auto en el centro de Rosario, fue abordado a punta de pistola por Miguel Ángel Ramón Cazón y Luis Eliseo González, quienes lo obligaron a subir a un Peugeot donde esperaba Hugo José Felipe Risiglione.

Los tres eran delincuentes primerizos que querían subirse a la ola de los secuestros extorsivos, un delito en alza en la década del '70. En la provincia de Santa Fe se habían registrado previamente varios casos resonantes, como los secuestros de Emilio Schoeller, en Rosario; Néstor Parnasso, en Venado Tuerto, y Roque Vassalli, en Firmat, quien en mayo de 1973 cayó en manos de una banda liderada por Roberto Andrés Acerbi, el mismo que en 1990 planeó el secuestro de Guillermo Ibáñez, hijo del sindicalista petrolero Diego Ibáñez.

Reinstein fue llevado a una verdulería de Córdoba y Alsina, que atendía González. Allí lo encerraron en una habitación. Por la noche, uno de los secuestradores llamó al padre del joven, Emilio Reinstein. Le advirtió que no se comunicara con la policía y le pidió 1.500 millones de pesos como rescate.

Esa misma noche, cuando intentó escapar, Reinstein fue asesinado con un arma calibre 22. Cazón le disparó al tórax y Risiglione lo remató de dos tiros en la cabeza. Después cavaron una fosa de un metro y medio de profundidad, envolvieron el cuerpo en una lona y lo enterraron cubriéndolo con mucha cal y una losa de cemento.

No obstante, continuaron la negociación con la familia por el rescate. Risiglione se hacía llamar Raúl en las comunicaciones telefónicas. Al final, Emilio Reinstein aceptó pagar 270 millones de pesos, que dejaría envueltos en una bolsa de residuos, junto a una columna del antiguo puente de acceso al balneario La Florida.

Reinstein dejó el rescate según lo convenido en la madrugada del 2 de octubre de 1975. Los secuestradores pensaban que la policía podía vigilar el lugar y decidieron esperar antes de retirar el bolso. Cuando llegaron no encontraron nada: un grupo de cirujas que recorría la zona en busca de cartones y restos de comida se había llevado la plata.

Los secuestradores volvieron a llamar para reclamar el rescate. Los Reinstein les dijeron que ya lo habían pagado. El diálogo se interrumpió en medio de sospechas mutuas y la familia resolvió presentar la denuncia policial, el 3 de octubre.

No hubo novedades hasta el 19 de diciembre, cuando la madre de Pablo Reinstein se presentó en un canal de televisión y mirando a cámara le habló a Raúl -como conocía al vocero de los secuestradores- y le pidió que volviera a comunicarse.

A la vez, la familia publicó avisos en el diario La Capital con el mismo mensaje. Los secuestradores respondieron al pedido y comenzaron una nueva ronda de conversaciones telefónicas, ahora bajo vigilancia judicial.

A principios de enero de 1976 la policía detectó que una de las llamadas a los Reinstein había salido de un consultorio médico. Allí fue detenido Risiglione, el 10 de enero. Tenía 34 años y vivía en Crespo al 400. “Era amigo íntimo de Pablo Reinstein y siguió tratando a la familia después del secuestro, mientras se ignoraba lo que había pasado”, recordaría más tarde José María Peña, el juez a cargo de la instrucción del sumario.

Risiglione dijo sucesivamente que Reinstein estaba en Santo Tomé, en Santa Fe, en distintos puntos de Rosario. Finalmente confesó el crimen y delató a Cazón, de 30 años y trabajador municipal, y a González, de 26.

El 12 de julio de 1978, el entonces juez del crimen Ramón Teodoro Ríos condenó a Risiglione y a Cazón a prisión perpetua por secuestro extorsivo y homicidio calificado por alevosía, e impuso 12 años de cárcel a González como partícipe primario de secuestro extorsivo.

Las condenas de la justicia, siendo duras, no parecían suficientes. “Alguien deslizó que allegados al joven inmolado juraron vengar su injusta muerte”, escribió un cronista policial de la época.

Libertad para morir

Los tres apelaron sus condenas sin éxito. Pero recibieron varias conmutaciones que mejoraron su situación y aceleraron su libertad. González fue excarcelado en diciembre de 1982, mientras que Risiglione y Cazón comenzaron a tener salidas transitorias del penal de Coronda en noviembre de 1984.

En una de sus salidas, el 12 de julio de 1986, Risiglione fue a visitar a su madre a Maciel. Al bajar del colectivo, en la ruta 11, se le acercaron tres hombres, que lo balearon a quemarropa. El cadáver apareció en el camping del Club Alba Argentina.

Risiglione fue asesinado de un tiro en el pecho y otros dos en la cabeza. Como Pablo Reinstein.

Los asesinos siguieron al colectivo desde Coronda. No conocían a Risiglione y casi matan a otro preso, al que tomaron por el secuestrador de Reinstein, cuando el micro hizo una parada en Barrancas.

Parecían profesionales, y no ahorraron muestras de crueldad y humor macabro. Esa noche, la madre de Risiglione recibió un llamado telefónico en el que un hombre le avisó que su hijo no podría ir a visitarla. Al día siguiente hubo otro llamado en la guardia de la cárcel de Coronda, para informar que el preso no regresaría.

Una muerte anunciada

Cazón suspendió sus salidas transitorias. La cárcel era un sitio más seguro. Pero el 30 de junio de 1987 recibió la libertad condicional y tuvo que volver al peligroso mundo exterior.

Sus temores no tardaron en confirmarse. El 4 de julio fue interceptado en la calle por tres hombres que dijeron ser policías, le pusieron un alambre en el cuello y empezaron a apalearlo “por lo del pibe Reinstein”, según le dijeron. Cazón se salvó entonces porque una vecina presenció la paliza y se puso a gritar.

Trataba de rehacer su vida, pero su ánimo era cada vez más sombrío.

-Me vigilan -decía-. Me siguen.

“Estaba arrepentido. Me contaba que tenía horribles pesadillas y se despertaba bañado en sangre”, contó Osvaldo Roig, un amigo que quiso darle una mano y lo tomó como empleado en su negocio, el Supermercado del pollo, en Paraguay y 3 de Febrero.

-Sé que soy boleta -decía Cazón.

Pero el tiempo pareció pasar sin sobresaltos. Cazón creyó tal vez que podía pensar en el futuro, que el pasado ya no iba a alcanzarlo. Compró una máquina de coser zapatos. Se iba a instalar en un pequeño local, al lado del cine Heraldo, en el centro. El 6 de octubre de 1988 iba a dejar de trabajar en el Supermercado del pollo. Y así fue. A las 20.50 de ese día, cuando terminaba de atender el negocio, Cazón cayó herido de dos balazos de calibre 22. El mismo calibre utilizado para matar a Pablo Reinstein; uno de los proyectiles lo alcanzó debajo del omóplato izquierdo y el otro en la espalda.

-Me la dieron, Osvaldo -dijo, a su amigo-. Llamá a una ambulancia.

Fueron sus últimas palabras.

Por encargo

El crimen de Cazón tenía el aspecto no solo de un crimen por encargo sino también el sello de un sicario. Las pericias balísticas determinaron que le habían disparado desde el segundo piso de un edificio en construcción, de Paraguay 1284, con una mira telescópica. En el lugar la policía encontró dos vainas servidas y otras dos intactas de calibre 22, de punta hueca y sin encamisado, un tipo de proyectil particularmente letal al deformarse con facilidad al impactar y generar mayor arrastre de tejidos.

La repercusión del caso, con el recuerdo de la muerte de Risiglione, que a nadie le interesó investigar, y del crimen de Reinstein, movilizó a la Justicia. El gobierno provincial declaró que había ordenado a la policía no detenerse ante nadie en la causa.

Vecinos de Paraguay y 3 de Febrero habían visto que dos personas sospechosas se alejaban rápidamente del lugar después de la muerte de Cazón. Habían abordado un Peugeot 404, del que anotaron la patente.

El dueño del auto era José María Distéfano, un oficial de la policía provincial que llevaba un año fuera de servicio“con carpeta médica”, el eufemismo policial que suele utilizarse para los problemas psiquiátricos. Fue el primer detenido.

El segundo se llamaba Oscar Piedrabuena. Era el chofer de Emilio Reinstein. Había sondeado a distintos policías en busca de un tirador que pudiera “hacer un trabajo”, según reveló la prensa local.

En el interrogatorio policial, y después en indagatoria ante el juez Arnaldo Martín Ayarza, el chofer admitió que había contratado a Distéfano para que matara a Cazón, a pedido de Emilio Reinstein. El comerciante fue también detenido, aunque en su caso se lo derivó a un sanatorio privado.

Mientras tanto, la suerte de Luis Eliseo González, el tercer involucrado en el secuestro de Pablo Reinstein, disparó infinidad de conjeturas: se dijo que había sido asesinado en 1986, en Pueblo Esther; que estaba sano y salvo, pero escondido; que se había ido de Rosario en busca de un lugar más seguro; que había dejado sus documentos en el cadáver de un indigente, para que  lo creyeran muerto. El 17 de octubre, finalmente, González concedió una entrevista a La Capital, donde se mostró arrepentido de su pasado y afirmó haber actuado "muy llevado de los pelos por mi carácter endeble".

Pese a los avances de la investigación, según Clarín, corrían rumores sobre el lobby judicial y político de “un conocido abogado rosarino”. La crónica de Enrique Sdrech estaba ilustada con fotos de Mario Belfer -uno de los abogados de la familia Reinstein-  y el bar La Estrella de Cafferata y Urquiza -donde supuestamente se planeó el secuestro- y contenía una frase premonitoria: “Si la mano viene por ese lado, todas estas investigaciones entrarán muy pronto en vía muerta”.

A fines de octubre, el caso pasó al juez Daniel Terani y Oscar Piedrabuena se rectificó de su declaración. El 23 de diciembre el juez liberó a los detenidos “al no haberse reunido elementos probatorios suficientes de su culpabilidad” y en agosto de 1989 la Cámara de Apelaciones confirmó su resolución.

El misterio sobre las muertes de Risiglione y Cazón fue impenetrable para la policía y la Justicia rosarina. En ese punto donde terminó la historia oficial comenzó a entretejerse la leyenda de una conspiración secreta y una venganza ejecutada a sangre fría.