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Poco después de las once de la mañana, empiezan a circular los mensajes. La mañana del sábado, atravesada quizás por rutinarias tareas laborales o la oportunidad de un descanso, se ve atravesada por un duelo repentino, atroz, profundo. “Apareció muerta Micaela”, dicen primero. Ahí nomás se paraliza el cuerpo, el corazón se agita y afloran las ganas incontenibles de llorar. Muy rápido -con esa cualidad de transformar la tragedia en acción que tiene el movimiento de mujeres y feminista- la bronca, el dolor, la impotencia, se vuelven consigna. A las 17 hs. en la Plaza Montenegro. Lo que originalmente iba a ser una movida pidiendo su aparición, se transforma en otro desesperado reclamo a la justicia. “Lo de hoy sigue en pie”, afirman entonces. Lo mismo ocurre en varios puntos del país.

Todavía no habían pasado siete días desde el domingo en que empezó a circular la foto de Micaela García. Tenía 21 años, militaba en el Movimiento Evita. Había salido a bailar el sábado en Gualeguay y no había vuelto. Lo último que se tenía era un mensaje a su novio avisando que estaba volviendo caminando a la casa. Nada más.

En Rosario a las cinco de la tarde se larga a llover con sol. Hay quien podría caer en la tentación poética de decir que el cielo también llora por Micaela y sin embargo algo brilla. Pero esta vez la bronca y el dolor son más grandes que cualquier intención de embellecimiento discursivo. La Plaza Montenegro se llena entera en el lapso de media hora. Hay carteles y afiches improvisados en las últimas horas. Hay banderas partidarias y de movimientos organizados. Hay mucha gente. Las personas se saludan con abrazos largos.

Por más espíritu de lucha y de empoderamiento que quiera imponerse, el clima es más bien el de un velorio. Las palabras cuestan, o están de más. El consuelo se encuentra en otros brazos. Las que tienen pechera violeta son también las que tienen la cara más enrojecida por las lágrimas: son las mujeres del Movimiento Evita, que sienten en carne propia la pérdida de Mica y se disponen (algunas, las más enteras) a conducir el acto improvisado pero contundente. El pedido de justicia, esta vez, parece irónico. Es que fue la justicia (la cual, dadas las circunstancias, pareciera haber perdido todo derecho a la mayúscula) la que posibilitó la muerte de Micaela.

Sebastián Wagner, el femicida confeso, estaba en libertad condicional desde hacía nueve meses. Había cumplido sólo dos tercios de una condena de nueve años por dos violaciones. En la semana se había posicionado como principal sospechoso. Las pruebas emergidas de la investigación, la evidencia, los relatos, todo apuntaba en su dirección. Las fuerzas policiales lo buscaron pero Wagner no estaba por ningún lado. El viernes a la noche por fin lo encontraron, entregado por su madre, en la localidad de Moreno, provincia de Buenos Aires. Confesó el crimen y señaló dónde estaba enterrado el cuerpo de Micaela.


Con fibrón indeleble, los cartones colgados de los cuellos de algunas chicas que parecen tener algunos años más, o algunos menos, que Micaela piden perpetua para Wagner y destitución del juez Carlos Alfredo Rossi, posiblemente el sujeto más condenado por la movilización del sábado. Rossi fue quien dictaminó la libertad condicional de Wagner, aún cuando el sistema penitenciario lo desaconsejaba. “El Estado es responsable”, sentencia otra pancarta, retomando una eterna consigna del movimiento de mujeres y feminista.

A pesar de que las muestras sobran ya que con poco esfuerzo se pueden contar al menos cuatro femicidios en los que se rompió una perimetral o a partir de la libertad condicional de un violento, Micaela parece ser la pérdida que convierte las palabras en realidad concreta. Todo evidencia una falla sistémica, integral: ni la justicia ni el Estado en ninguno de sus estamentos, ni ningún Código, ni el sistema penitenciario sirven para que las mujeres dejen de morir en manos de varones violentos.  

Varias referentes toman el micrófono y formulan su reclamo que en el fondo es el mismo: un cambio cultural profundo que transforme al patriarcado que nos oprime y nos sigue matando. A cada rato, las palabras suscitan las lágrimas colectivas. “Micaela García, presente. Ahora y siempre”, cantan a voz y coro todos los presentes. Algunos puños se levantan en el aire. Otros levantan la V peronista. “Ni Una Menos. Vivas Nos Queremos”, vitorean acompañando con palmas. Para donde se mire, rostros empapados, ojos inyectados, voces que se quiebran. Fotógrafos que lloran pero no dejan de sacar fotos. Mujeres con diez, quince, veinte años en el movimiento que muestran que no hay experiencia que genere una corteza lo suficientemente resistente ante tanto dolor. Algunas logran trascender la bronca y articulan pedidos transversales: el Estado es responsable porque recorta a la mitad el presupuesto nacional destinado a la prevención y asistencia a la violencia de género, porque no implementa la Ley de Educación Sexual Integral, porque no implementa ninguna de las legislaciones que buscan proteger a las mujeres y sancionar la violencia machista, porque habilita fuerzas policiales que las más de las veces se aparecen como machistas y represivas. Porque entre las presentes abundan testimonios e historias de vida donde la justicia se presentó como un callejón sin salida al momento de buscar protección o conseguir sanciones contra los violentos.

Sobre el final, Alejandra Fedele, dirigente del Movimiento Evita y recién llegada de Gualeguay, es la encargada de traer a Rosario las palabras de la familia de Micaela. Lee anotadas en un papel algo que dijo Néstor, el papá de Mica, dotado de una entereza destacable: “A Micaela no le gustaba nada eso de la justicia por mano propia. El dolor nos tiene que servir para cambiar la sociedad”.

No es que haya femicidios que duelan más que otros, pero hay historias y nombres que por algún motivo resuenan más fuerte en la estadística. Una menos cada 18 horas, y en el medio una Chiara Páez y el primer 3 de junio, Lucía Pérez y el paro nacional. Micaela García estudiaba Educación Física, estaba de novia con un compañero de militancia y hacía trabajo barrial en los sectores más humildes de su natal Concepción del Uruguay. Era hija de una docente universitaria y del decano de la UTN Regional Uruguay. Micaela acompañaba víctimas y llevaba la lucha contra la violencia machista tan en la carne como cualquiera de las que hoy la lloran. Su foto con la remera del Ni Una Menos es la que está en las pancartas. “Micaela somos todas”, dice la bandera que corona las escalinatas de la plaza. Micaela es toda la plaza. Y en un silencio tácito, quienes están ahí parecen irse con el desafío en la piel de acompañar las palabras del papá de Micaela, el “de lograr una sociedad más justa, como ella pretendía”.