Por María Sonderéguer (*)

Desde los primeros tiempos de la recuperación de la democracia, numerosos testimonios de sobrevivientes, tanto en declaraciones ante la Conadep como en el escenario del Juicio a las Juntas en 1985, relataron distintos modos de violencia sexual y de género e incluso denunciaron violaciones sexuales. Pero las diferentes prácticas de violencia sexual hacia las mujeres -o hacia los varones- quedaron subsumidas en la figura de torturas y tormentos e incluso quedaron relegadas ante el crimen de la desaparición forzada, que se consideró el elemento central de la metodología represiva del terrorismo de Estado. Con todo, en los años noventa, la incorporación de la perspectiva de género a la investigación de violaciones masivas a los derechos humanos en los procesos políticos de la región latinoamericana y el mundo, tanto en situaciones de conflicto armado como en procesos represivos internos, permitió identificar una práctica reiterada y persistente de violencia sexual hacia las mujeres.

El debate jurídico a nivel internacional pudo entonces caracterizar la violencia sexual en el contexto de prácticas sistemáticas o generalizadas de violencia contra una población civil como una violación específica de los derechos humanos y, en 1998, el Estatuto de la Corte Penal Internacional la tipificó como crimen de lesa humanidad. Años más tarde, con la reapertura de los procesos penales por los crímenes cometidos durante el terrorismo de Estado en Argentina, luego de la declaración de inconstitucionalidad de las llamadas "leyes de impunidad" (Punto Final, Obediencia debida, Indultos), algunas mujeres comenzaron a narrar esa historia que había permanecido velada durante más de dos décadas: una violencia específica, generalizada y sistemática que comportó múltiples modalidades de violencia sexual (desnudez forzada, toqueteos de carácter sexual, abusos, violaciones, partos forzados, abortos inducidos, reducción a la esclavitud sexual). En todos esos años asistimos a modificaciones en la legislación nacional e internacional que dieron cuenta de una ampliación del concepto de tortura y/o trato inhumano, cruel y degradante y del concepto de violencia hacia las mujeres y las diversidades, al contemplar como tales toda afectación a la integridad y dignidad personal; y también a una problematización de la noción de consentimiento o no consentimiento, al precisar que no existen condiciones de consentimiento legítimo en situaciones de coacción o de cautiverio. Asimismo, en 1999, en el Código Penal argentino se sustituyó el título "Delitos contra la honestidad" por el de "Delitos contra la integridad sexual de las personas", propiciando una redefinición radical del bien jurídico objeto de protección y una puesta en cuestión del paradigma de la "mujer honesta" hegemónico hasta entonces.

En ese recorrido, se modificaron las preguntas hacia el pasado, la delimitación de los hechos investigados y las interpretaciones dadas a los tipos jurídicos existentes y fue posible comenzar a interrogar y comprender la dimensión territorial y moral de las violencias de género. En el marco del plan sistemático de represión y exterminio, las violencias sexuales conjugaron una demostración de virilidad ante pares; propusieron un castigo, un acto disciplinador hacia quienes se desplazaron de su posición subordinada; expresaron una afrenta. Mientras el cuerpo violado de los varones fue destituido de su masculinidad (fue "feminizado"), en el cuerpo de las mujeres la agresión sexual pretendió inscribir la "soberanía"y la "dueñidad" de los perpetradores, la "derrota" de los "otros".

(*) docente investigadora de la Universidad Nacional de Quilmes y referente en los estudios de género, memoria y derechos humanos.