La violencia narcocriminal que sumerge a Rosario desde hace varios años en un baño de sangre cada vez más profundo y viscoso, y que en las últimas jornadas sumó los impactantes desmadres ya conocidos, golpea políticamente como bola de demolición a uno de los activos históricos del peronismo: ser el partido del orden.

Este concepto, que fue reivindicado por diversas fracciones justicialistas, incluidas las más transformadoras, se traduce al criollo en que el peronismo “sabe gobernar” y “resuelve los problemas” que, eventualmente, otros ocasionan. Vale decir: cuando hay crisis, la sociedad argentina enciende una suerte de batiseñal para que el PJ venga a poner el inodoro en el baño y la heladera en la cocina, según la metáfora que César Luis Menotti utilizaba para defender sus ideas futbolísticas.

Y en este sentido, a riesgo cierto de sobregirarse con paralelismos deportivos, su archienemigo Carlos Bilardo acuñó la drástica frase: ganar no es lo más importante, es lo único. El peronismo, al respecto, era hasta aquí el que garantizaba resultados. Sin demasiados remilgos estéticos, tal vez con desprolijidades, a veces a los empujones, incluso con bidones, pero las victorias finalmente eran alcanzadas. O al menos eso estaba instalado en una porción significativa del electorado nacional.

Esa noción popular hoy está, como mínimo, astillada. Y lo está por partida doble, en tanto y en cuanto ni el gobierno provincial ni su par nacional lograron siquiera desacelerar la espiralización de asesinatos, balaceras y delitos en general perpetrados por las bandas narco. Peor aún: a lo largo de estos tres años hubo un comportamiento oficial que no puede ser interpretado de otro modo que de ineficacia o, peor aún, impotencia.

Se dirá, con rotunda razón, que el caso de Rosario es singular. Que adquirió un nivel de complejidad inusitado, en particular por la penetración del negocio delictivo en el Estado y la articulación, cuando no el protagonismo, de abundantes segmentos “decentes y principales” de la gran ciudad del sur santafesino. Que no es lo que ocurre, por ejemplo, en el departamento de la capital de la provincia, donde el 2022 cerró con la cifra más baja de homicidios desde 2011 y es el segundo año consecutivo de tendencia declinante, según reveló Santa Fe Plus.

Se agregará también, con sólidos argumentos, que otros aspectos centrales de ambas gestiones, como la política productiva, tuvieron gran suceso. Especialmente en Rosario y su zona, en donde la recuperación del tejido industrial tras la pandemia adquirió dimensiones extraordinarias.

Pero no alcanza, está claro. Más todavía, en el último aspecto, con una inflación que devora los ingresos de los miles que accedieron a un puesto de trabajo, aún registrado. Y aunque el fenómeno de la virulenta suba de precios no existiera, tampoco alcanzaría. Cuando está en riesgo concreto la vida de las personas, de sus parientes, de sus hijos, de sus amigos, nada alcanza.

En consecuencia, y atendiendo la implacable letalidad del electorado argentino cuando los resultados no son los deseados, bilardista al fin y al cabo, la suerte debería estar echada para el oficialismo. Al menos en el mayor conglomerado urbano de la provincia de Santa Fe, que está además en el podio nacional.

Pero no es así. No en este caso. Acierta Agustín Rossi cuando plantea que la elección de 2023 no estará linealmente estructurada en el clásico clivaje oficialismo vs oposición sino que bien puede ocurrir que la competencia sea oficialismo vs oficialismo, teniendo en cuenta que todavía está fresca la experiencia del gobierno anterior. El jefe de Gabinete desarrolla esa teoría con una mirada nacional, pero es perfectamente extrapolable a la provincia.

A nadie escapa, salvo que se finja demencia, que la explosión de la narcocriminalidad en Rosario no es un fenómeno reciente. Que su irresolución data de varios años, incluso cuando todavía era un problema sustancialmente más administrable que en la actualidad. Y que varias de las principales referencias opositoras de la actualidad tuvieron ayer nomás responsabilidades decisivas de gobierno.

Acotación al margen. Pasó desapercibido un dato que publicó el periodista Iván Schargrodsky, usualmente bien informado, en su newsletter Off The Record, a propósito del atentado a la familia Roccuzzo: “Si bien todas las versiones apuntan a una guerra entre bandas en las que están mezcladas el narcotráfico con el fútbol, inteligencia criminal le dijo al Presidente que el episodio no estaba vinculado a un ajuste narco sino a la interna opositora en la ciudad de Rosario donde un sector del radicalismo vinculado a Maximiliano Pullaro quiere arrastrar a Pablo Javkin a Juntos por el Cambio. Desde el entorno de Pullaro lo desmienten categóricamente: “Sólo una mente extraviada puede decir algo así”. Obsérvese la gravedad del asunto: o un dirigente de primerísimo nivel de la provincia, precandidato a gobernador con chances de ganar, dirime sus pujas intestinas con prácticas mafiosas, o el máximo responsable institucional del país recibe de primera mano información contaminada, a partir de la cual debe tomar decisiones.

En este contexto, en donde los dos principales conglomerados políticos no tienen nada demasiado bueno para mostrar en Rosario, se abrió en la semana una tenue luz de expectativa social. El acuerdo al que finalmente llegaron los gobiernos nacional y provincial, más algún viso de acompañamiento opositor en tópicos muy puntuales, genera una chance. La recepción con aplausos de los vecinos a los gendarmes en Los Pumitas da cuenta de ello. No es mucho, pero es una oportunidad que hasta ahora no aparecía en el horizonte.

Sería bueno que se aproveche. Porque los resultados de los malos resultados pueden ser aún más dramáticos. La serpiente hace rato salió del huevo.