Ugarte al 700, zona oeste. Barriada humilde, casas de pasillo con puerta de chapa, zanja, caballos que andan sueltos en un descampado y gallinas que caminan por el basural buscando comida. Uno de los tantos rincones de Rosario con familias que apenas sobreviven, un caserío que creció entre la repavimentada Avenida Mendoza, el Mercado de Productores y country del Jockey. Aquí anoche hubo un doble crimen: Carmen Noemí Villalba y su hija Marlén, dos nuevas víctimas de una violencia en modo sicario que la ciudad parece camino a naturalizar. En lo que va del año, ya hubo 139 homicidios.

Son las 8 de la mañana del jueves 22 de junio. Como el invierno empezó ayer, el sol recién está saliendo a esta hora y todavía no calienta mucho. Los primeros que llegan, con guantes en sus manos por el frío, son los fotógrafos de los portales, que a pesar de su experiencia en noticias policiales están asombrados por la escena: la Agencia de Investigación Criminal  (AIC) ya hizo su labor durante la madrugada y por eso la clásica cinta de "Peligro" está ahora tirada sobre el suelo, por donde camina un gallo en el frente de la casa en la que hace pocas horas llovieron disparos.

Los circulitos con tiza que dibuja la policía cada vez que encuentra el resto de una bala son muchos, demasiados. A simple vista se ven más de treinta. Un poco más allá, pasando la reja que separa el patio de adelante con la puerta, una enorme mancha de sangre y las huellas de manos, señal de que las dos mujeres asesinadas intentaron entrar a la casa cuando ya habían sido heridas. Con ellas también murió su perra, que recibió uno de los balazos.

La trastienda de un doble crimen en modo sicario

Una vecina pasa apurada y se anima a hablar, pero pide que no salgan su nombre ni su cara: "No vi nada, vivo acá a la vuelta. Mi hijo me avisó con un mensajito lo que había pasado. Yo escuché muchos disparos". Unos minutos después, un remis pasa a buscar a otro vecino: "En esa casa creo que vendían drogas", dice sin que lo graben los cronistas. Y agrega: "Bah, acá se vende droga por todos lados". Cuando su pasajero sube al auto, no quiere ser entrevistado. Su compañera que quedará durante la mañana en el barrio, por seguridad tampoco quiere dar su testimonio. 

Al rato las cámaras de TV que ya están instaladas en la cuadra ven que se acerca un hombre de unos 40 años, con campera, zapatillas y capucha. Hace frío y son las 8 de la mañana. "Me la llevaron, me la llevaron", grita. Se abraza con una mujer que se le acerca, en piyama. Y lloran desconsolados. "No era para ella, no era para ella", repiten. 

Ante la requisitoria periodística, quienes van a hablar piden lo mismo: no ser filmados. La mujer era hermana y tía de las víctimas, el hombre había sido pareja de Carmen y era el padre de Marlén. "Esta era mi vida. No tenía nada, pero era feliz. Cirujeaba", intenta contar mientras muestra un montón de cartones en una bolsa de arpillera sobre un carrito.

Con el olor a muerte tan cercano, con una piba de 15 años asesinada, con dos mujeres fusiladas por tres hombres que bajaron de un auto armados hasta los dientes, preguntarse a qué se dedicaban las víctimas es un ejercicio que coquetea con lo morboso. Los periodistas lo saben, pero igual buscan ese dato: en primera instancia, todo parece indicar que había un entorno familiar de vinculación con el delito y el narcomenudeo, pero que madre e hija murieron "por error". Ambas vivían justo a la vuelta del lugar en el que fueron acribilladas. La adolescente tenía 28 orificios de bala.

En esa casa -reconstruyen los periodistas en base al testimonio de familiares- vive una piba de 15 años, prima de Marlén y sobrina de Carmen. Estaba dentro del domicilio cuando llegaron los sicarios y su mamá, Marcela, está detenida en la cárcel de Ezeiza.

La versión mas firme es que la mujer mayor que murió había ido a buscar a su hija y cuando salían ambas fueron sorprendidas por los tiros. En ese lugar, funcionaría un bunker. Pero las víctimas serían de una rama de los Villalba que no vende droga. 

Unos minutos después, cuando las cámaras todavía buscan un testimonio de los familiares de Carmen y Marlén, uno de los cronistas debe volver al centro y advierte otra escena rara: un hombre que dejó el auto en la esquina, llega caminando con seguridad hasta la puerta en la que se produjo el doble homicidio. Jean, remera blanca con mangas verde claro, gorro color gris y un celular en la mano. Se acerca a cada circulito hecho con tiza y saca una foto, también a la mancha de sangre. "¿Qué raro, no? Ningún balazo dio en la pared. Se vé que todos los disparos dieron en los cuerpos", dice mientras toma las imágenes. Segundos después, su presencia inquietante se retira del lugar.

Y todo pasa a pocos metros de uno de los rincones más selectos de Rosario: apenas un paredón separa las montañas de basura y los animales salvajes que corretean por esta cuadra, del country del Jockey Club. Contrastes de la ciudad que a veces parece incendiarse, en la que no hay que seguir ni parar.