La frase, muy arraigada en el imaginario colectivo de los rosarinos, ayuda para autoconvencerse de que uno está ajeno al peligro que irradia el narcotráfico. “Pero se matan entre ellos”, suele escucharse en una mesa de café cuando se habla de muchos de los crímenes que aparecen en las primeras planas de los diarios. También, ya con un lenguaje más técnico, le sirve al poder policial y judicial para responsabilizar únicamente a la víctima y el victimario. “Se trató de un ajuste de cuentas”, explican los fiscales en el afán de llevar algo de tranquilidad a una audiencia perturbada por el clima de violencia en las calles de la ciudad.

El 24 de diciembre de 2013, muchos de los vecinos del casino que se asomaron a ver qué había pasado volvieron a sus hogares repitiendo la frase “nada nuevo, se mataron entre ellos”. El fiscal en turno comentó ante los micrófonos que todo se había desencadenado tras un sangriento “ajuste de cuentas”. Ese día, sin embargo, en la escena del crimen apareció un segundo cadáver, el de un joven ajeno a la disputa narco que tuvo la desgracia de estar en el momento y en el lugar menos indicado.

Federico Manattini tenía 28 años. Estaba desocupado y era fanático de Rosario Central. El diagnóstico de una inesperada diabetes lo había alejado de la construcción, trabajo en el que se había empleado para tener cierta independencia económica. Aún no se había emancipado: vivía con su familia en una casa alquilada de barrio Alvear. La noche del 23 de diciembre, un amigo lo pasó a buscar para ir al casino.

A las 2.10 de la mañana, fastidioso porque el azar no había estado de su lado, Federico se sentó en el cordón de la avenida Batlle y Ordóñez a la espera del 136, el colectivo que lo dejaba en la esquina de su casa. Diez minutos más tarde, el muchacho escuchó una ráfaga de disparos. Atinó a levantarse, pero una moto fuera de control lo atropelló. Una ambulancia lo trasladó al Hospital de Emergencia Clemente Alvarez (HECA), donde falleció al día siguiente. Entró al nosocomio con hundimiento de cráneo, fractura en seis costillas, el estallido del bazo y del hígado.

Federico fue una víctima colateral del fuego cruzado entre bandas vinculadas al narcotráfico. La moto que lo embistió era conducida por Luis Lisandro Mena, un “lugarteniente” de los hermanos Cantero, los líderes de Los Monos. Esa madrugada, se trasladaba en su rodado (Honda Titán 150)  junto a un joven de 17 años. Otra moto se puso a su lado en el semáforo de Oroño y Batlle y Ordóñez. El acompañante desenfundó un arma y disparó todo el cargador. Cuatro proyectiles impactaron en Mena, quien en una reacción instintiva aceleró a fondo tratando de huir de la zona. Los 110 kilos de metal del vehículo impactaron en el cuerpo de Federico.

Mena vivía en barrio 17 de Agosto, donde era conocido como “El Tano”. Tenía apenas 20 años. Su nombre apareció por primera vez en los medios de comunicación cuando asesinaron a Claudio “El Pájaro” Cantero en la puerta de un boliche de Villa Gobernador Gálvez. Estaba a su lado cuando lo ejecutaron. Fue la última persona que vio con vida al máximo líder de la banda. Mena no salió ileso de la balacera: recibió dos impactos en el brazo derecho y uno en una pierna. 

En aquel momento, el juez Juan Carlos Vienna, a cargo de la investigación abierta tras el asesinato de Martín "Fantasma" Paz, ordenó su captura. El joven fue arrestado dos meses más tarde por otra causa. Cayó en desgracia por una denuncia por amenazas con un arma de fuego que había hecho una vecina de su barrio. Mena fue a parar a la cárcel de Piñero. Había recuperado la libertad pocos días antes de ser asesinado.

La muerte de Federico Manattini quedó caratulada como "homicidio en accidente de tránsito". Nunca se supo quién jaló el gatillo que provocó el fatal y trágico desenlace.