Desde una mirada cuantitativa puede afirmarse que la espiral de crímenes y violencia empezó a visualizarse con fuerza en 2011, año en el que se elevó significativamente la tasa de homicidios en el Gran Rosario. Fueron  164  asesinatos, un 30 por ciento más respecto a 2010, cuando la estadística marcó 125 casos. En 2012 la cifra trepó a 182. Y en 2013 a 264 casos, guarismo récord. El año pasado, la tendencia se modificó. Hubo un leve retroceso, aunque el número siguió siendo muy elevado: 250 muertes violentas en 365 días.

Las estadísticas oficiales marcan que en 8 años Rosario triplicó su tasa de homicidios. De 7,15 crímenes cada 100 mil habitantes en 2006 (sólo 87 casos), se pasó a 20,8 en 2014. Datos extraoficiales hablan de un crecimiento aún más exponencial y vertiginoso: según la Universidad Nacional de Rosario, en diez años (2004-2014), en Rosario se registraron 1000 asesinatos vinculados al tráfico de drogas (así se desprende del informe titulado “Calles Perdidas”), el detonante que explica el porqué de tanta sangre derramada.

La guerra narco dejó, entonces, un tendal de ejecuciones en las calles de la ciudad. La mayoría de los crímenes se perpetuaron a través de un mismo modus operandi: sicarios contratados para perseguir a la víctima y para apretar el gatillo. El otro denominador común aparece al revisar los expedientes judiciales abiertos por estos homicidios: en muy pocas ocasiones los autores materiales (léase los sicarios) fueron atrapados y condenados.  

El sábado 15 de septiembre de 2012, Santiago Adolfo Pérez, de 35 años, fue asesinado de al menos cuatro balazos calibre 9, una hora antes de la medianoche, en las inmediaciones de Larrea y San Juan, en el corazón del barrio Azcuénaga. La víctima conducía un Peugeot 308 Cabriolet modelo 2010 color negro que había comprado meses atrás por un valor de 160 mil pesos y que no había transferido a su nombre.

Al llegar a esa esquina, Pérez charló unos pocos minutos con la persona que lo citó en el lugar. Luego por el lugar pasó un auto color champán con vidrios polarizados. El conductor sólo necesitó bajar levemente la ventanilla para disparar nueve veces con una pistola 9 milímetros. Cinco de esos proyectiles impactaron en el tórax del blanco del ataque. El agresor subió el vidrio, aceleró y escapó sin ser visto por ningún testigo.

A Pérez se lo conocía en el mundo narco como el Gordo Santiago. Era soltero, no tenía un trabajo declarado y vivía en uno de los humildes monoblocks de Carranza y Mendoza. Había escalado en el negocio por su eficiencia en los repartos: llevaba cocaína de buena calidad  a un selecto grupo de clientes del macrocentro de la ciudad.

Los amigos de Pérez vincularon el crimen con una fuerte discusión que había tenido con la hermana de un jefe narco, quien en ese momento había quedado a cargo del negocio. El rumor de una agresión física habría sido el detonante de la fatal represalia. La justicia logró avanzar en el entramado de complicidades que permitieron el auge económico de la víctima --se supo, por ejemplo, que el policía Juan José Raffo, procesado más tarde en la causa de Los Monos, lo ayudó en la compra de su vehículo de alta gama--, pero no así en la identificación del autor material e intelectual.  

El nombre del gordo Santiago se volvió a escuchar en los pasillos de Tribunales un año y medio más tarde tras el asesinato de Luis Medina, el empresario que con un perfil muy bajo supo moverse con mucho éxito en el negocio de la venta de estupefacientes. En aquel entonces, salió a la luz un detallado informe de la Brigada de Judiciales de la Unidad Regional II que lo sindicaba como el responsable (autor intelectual) de dos ejecuciones en la calle en 2012: la de Santiago Adolfo Pérez, alias “Gordo Santi”, el 15 de septiembre de 2012 en la intercepción de las calles Larrea y San Juan; y la de Domingo Epifanio Vivas, en San Lorenzo y Provincias Unidas.

Aquellas dos ejecuciones estuvieron separadas por escasos minutos. Nunca se supo quienes jalaron los gatillos.