Donald Trump quiere su reelección a toda costa y sabe que en lo que se refiere al impacto
del Covid-19 en su país, no tiene muchas más alternativas que echar culpas. Es eso lo
que efectivamente hizo durante su intervención en el marco de la Asamblea General de la
ONU. Con la incorrección política que lo caracteriza -que pretende confundirse con una
sinceridad que es a todas luces falsa- Trump utilizó un foro creado tras la Segunda Guerra
Mundial para impulsar el diálogo, la paz y la seguridad con el objetivo de evitar nuevas
conflagraciones, para atacar de la peor manera posible a China. Responsabilizó a ese
país por la pandemia de Covid-19. Se refirió al virus chino, contrariando todas las
recomendaciones existentes y estigmatizó a un pueblo entero. El discurso de Trump cayó
una vez más en la xenofobia y en el racismo e intenta someter al escarnio a los chinos,
como ya lo hizo con los latinos, y como cotidianamente lo hace -por acción o por omisión-
con los afrodescendientes.

Trump necesita instalar rápidamente la idea de que China tiene la culpa del Covid-19,
porque entonces su gobierno se convertiría en una víctima y ya no en un responsable.
Anunció una vacuna para octubre, pero lo cierto es que las estadísticas presagian que
pocos días antes de las elecciones presidenciales del 3 de noviembre, los Estados Unidos
superarían la barrera de los dos millones cien mil muertos.

Es importante aclarar entonces algunos aspectos. Es cierto que el gobierno chino le debe
al mundo una explicación respecto de la minimización inicial del impacto que el virus
tendría. También la Organización Mundial de la Salud (OMS) debe una explicación en la
materia. Pero no los pueblos. Los chinos ni siquiera votan para elegir a sus gobernantes.
Es por eso que hablar de virus chino es improcedente. Recuerda a la propaganda Nazi
cuando asociaba a los judíos con pestes y plagas.

Queda claro entonces que al ponerle el adjetivo gentilicio al virus, Trump no busca
explicaciones sino que busca la cabeza de algún culpable que lo exima a él mismo por la
inoperancia de su gobierno ante algo que sabía que ocurriría. Si, Trump sabía por lo
menos desde el 7 de febrero de 2020 lo que ocurriría. Se lo reveló él mismo al reconocido
periodista Bob Woodward, quien en los años ´70 investigó el escándalo Watergate.
Woodward entrevistó a Trump 18 veces para la redacción de su libro, Rage (Rabia),
recientemente publicado en los Estados Unidos. El periodista reveló que el 7 de febrero
Trump lo llamó por teléfono para contarle que había hablado con el presidente chino, Xi
Jimping. En esa conversación Trump le dijo a Woodward que el virus iba por el aire y
agregó: eso es más grave que el tacto, cuando basta con no tocar las cosas, ¿entiendes?
Pero si va por el aire... Simplemente respiras el aire y así es como te contagias. Es algo
muy delicado. Más mortífero que una gripe severa. Trump especificó incluso que se
trataba de algo cinco veces más mortal que la gripe. Vale la pena insistir: esa
conversación tuvo lugar el 7 de febrero. No obstante ello, su país es el más afectado del
mundo y las medidas que adoptó para combatir el virus fueron -como mínimo- erráticas.

El otro virus

Sin embargo, el virus chino que realmente Trump teme, no es el Covid-19. Es la
competencia de libre mercado contra las manufacturas chinas. La balanza comercial
desfavorable de los Estados Unidos en su comercio directamente con China y los
mercados que la industria y el comercio de ese país ganan cotidianamente es lo que
preocupa no solamente al presidente, sino a la elite de poder estadounidense y al complejo industrial-militar. Porque eso significa que, de no revertirse la situación, China
más tarde o más temprano se convertirá el la primera potencia planetaria.

En este contexto, resulta interesante detenerse en la intervención de Xi Jimping ante la
Asamblea General de la ONU. Xi hizo gala de sus formas radicalmente opuestas a las de
su par estadounidense. Gentil y siempre políticamente correcto, el presidente chino instó
a los países reunidos en la ONU a afrontar la pandemia con solidaridad y resaltó la
importancia de seguir las pautas de la ciencia y de la OMS para acabar con la crisis.
Rechazó cualquier intento de politización o estigmatización en medio de la pandemia e
hizo un llamado a actuar de forma conjunta para afrontar la crisis sanitaria y económica.
Aseguró que su gobierno compartirá el conocimiento en control de epidemias, colaborará
en las investigaciones sobre la transmisión del virus y facilitará tratamientos a países en
vías de desarrollo.

Xi hizo un llamado al diálogo como mecanismo para superar las diferencias entre países.
No estamos interesados en luchar en una guerra fría o en una caliente con ningún país.
Continuaremos resolviendo nuestras diferencias mediante el diálogo y la negociación,
aseguró.

Xi tiene formas diplomáticas acordes con los principios de la ONU y es a todas luces más
amable que Trump. Pero no por ello miente menos. No quiere guerras ni frías ni calientes
pero su gobierno sostiene un conflicto limítrofe extremadamente peligroso con otra
potencia nuclear como India. Hace maniobras militares riesgosas ante Taiwán, país sobre
el cual reclama soberanía. Impone su dominio sobre el mar de China Meridional mediante
el establecimiento de islas artificiales. Insta a la solidaridad global pero la industria china
es la más contaminante del planeta y hace pocos esfuerzos por modificar esa condición.
Estas contradicciones que pudieron observarse con Trump y Xi, también se hicieron
evidentes en la mayoría de los líderes globales, que hablaron ante una Asamblea
caracterizada por el mutismo.

La ONU débil

Una de las particularidades de esta inédita Asamblea de la ONU, mayoritariamente virtual
y con mensajes grabados, fue que no hubo lugar para réplicas ni debates entre los
participantes. Dicho de otra manera, no hubo diálogo.

Es muy significativo que un foro creado como ámbito propicio para la comunicación, para
la búsqueda de consensos, para la búsqueda de la paz y la seguridad globales, no haya
tenido espacio para el debate.

Es una buena pauta de la debilidad que atraviesa la ONU en lo que se refiere
precisamente a su esencia. Quizás su principal problema es que finalmente concluye por
reflejar aquel esquema de poder vigente al finalizar la Segunda Guerra Mundial, sin
percatarse de que los 75 años transcurridos configuraron un mundo muy distinto, pero en
el cual existe una alarmante tendencia a repetir antiguos errores, aunque ahora con el
apoyo de un despliegue tecnológico nunca antes visto.

La ONU es un punto de encuentro y de diálogo necesario, pero en su estado actual no
funciona. Necesita imperiosamente cambiar para volver a cumplir la función que tenía y
algunas funciones nuevas que antes no tenía. Pero por sobre todas las cosas, la ONU
debe estar al servicio del mundo y no de sí misma, y no al servicio de cualquier clase de
mundo, sino de uno que sea capaz de aprender de sus errores para no volver a repetirlos.