La festividad de los “reyes magos” se celebra cada año en el ritual católico la noche del 5 al 6 de enero. Quizás porque nació precisamente un 5 de enero -aunque hace ya 83 años- y es portador de novedades, Juan Carlos I de España podría ser rotulado de manera picaresca como “rey mago”. Sin embargo, esa “magia” está circunscripta a su capacidad de evitar la cárcel y, lo que resulta aún más difícil, a la posibilidad evitar que su desprestigio impregne a la monarquía española en su conjunto y, principalmente, a su hijo Felipe VI.

El debate en torno a la figura de Juan Carlos está abierto. Fue uno de los principales protagonistas de la transición de la dictadura de Francisco Franco a la democracia, con un rol destacado durante el intento de golpe reaccionario del 23 de febrero de 1981 o “golpe de Tejero”. Ese intento golpista cuyo nombre quedó reducido al del teniente coronel Antonio Tejero, quien condujo el asalto al Palacio de las Cortes, sede del poder legislativo, fue el último ensayo de un regreso al poder de los franquistas sin Franco. El rey se negó a apoyar el golpe y, mediante gestiones personales, sujetó la obediencia de los altos mandos militares al poder político. Eso le valió durante décadas el apoyo tanto de monárquicos como de no monárquicos, algo que se cristalizó en la popular frase “yo no soy monárquico, soy juancarlista”. El rey gozó durante muchos años del respeto popular, asentado además en la apariencia de una sólida familia conformada junto a la reina Sofía.

Fue mucho después cuando comenzaron a conocerse aspectos no tan loables del monarca. Se supo que don Juan Carlos mantenía copiosos amoríos y que su matrimonio se convirtió en una mera escenificación. Y eso no fue lo peor.

Cazador blanco, corazón negro

En 2012, mientras España atravesaba una dura crisis económica y social, el entonces rey viajó con su amante a Botsuana para cazar elefantes. Mientras disparaba a los animales sufrió una caída que generó que se quebrara la cadera y el asunto tomó estado público. Desde entonces, españoles y españolas dejaron de perdonarle su falta de conducta. Dos años después, Juan Carlos abdicó al trono en favor de su hijo, el actual rey. Pero la cosa no terminó allí.

Como parte de sus funciones diplomáticas, Juan Carlos intervino en innumerables negociaciones para acercar negocios redituables para España. Entre ellas, para la construcción de una línea de tren de alta velocidad que uniera las dos ciudades más importantes para el Islam, Medina y La Meca, ambas en Arabia Saudita. Los estrechos lazos del monarca con la familia real saudita lo llevaron a actuar como intermediario a favor de los intereses comerciales españoles. Y, en efecto, Juan Carlos jugó un rol muy destacado en la firma en 2011 del contrato de adjudicación de esa obra a un consorcio formado en su mayoría por empresas españolas. El valor de ese contrato ascendió a unos 7 mil 800 millones de dólares y habría existido una “comisión” para Su Majestad de 100 millones de dólares. Tanto la justicia española como la de Suiza investigaron esa negociación y otros pagos irregulares de comisiones. Lo cierto es que ese hecho se conoció en 2018 luego de un “regalo” de 65 millones de euros que Juan Carlos le hizo a su amante, Corinna Larsen. El escándalo provocó que el rey emérito debiera abandonar España el año pasado para autoexiliarse en Abu Dabi y evitar así la debacle de la casa real.

Volver con la frente marchita

¿Qué cambió entonces para que Juan Carlos tenga posibilidades de volver a España? Que su futuro judicial comenzó a despejarse. La fiscalía suiza cerró definitivamente sus investigaciones y ese era el escenario más incierto para el rey emérito.

En España, la situación era un poco más sencilla. Como rey, Juan Carlos tuvo inmunidad legal hasta que abdicó en favor de su hijo en junio de 2014. Al entregar el trono a Felipe VI, dejó de estar protegido por la inviolabilidad que la Constitución española le reconoce al Jefe del Estado. Por esa razón, los fiscales sólo pudieron investigar si cometió delitos de fraude fiscal o blanqueo de capitales desde que abdicó.

A eso se agregan las dos regularizaciones voluntarias presentadas por su abogado ante la Agencia Tributaria y la posible prescripción de otros hechos por los que se lo investiga, lo que hace pensar  que Juan Carlos se verá beneficiado en breve con el archivo de las causas. Sólo quedará pendiente una demanda civil que le acaba de presentar en un tribunal de Londres su examante, Corinna Larsen, por presunto acoso y espionaje. 

Ante tal estado de cosas y, para evitar una crisis entre partidos políticos, el gobierno español optó por dejarle las manos libres a Felipe VI para que sea él quien adopte la decisión -y asuma el costo político- de permitir o no a su padre volver a España.

Cuando el rey emérito abandonó el país en agosto de 2020, el gobierno participó de la decisión y la respaldó. Pero esa decisión provocó una crisis interna en el poder ejecutivo, porque Pablo Iglesias y su partido Podemos se enteraron por la prensa y protestaron ante el primer ministro Pedro Sánchez, porque no les había informado. Esta vez el gobierno quiere dejar muy claro que solamente se limitará a respaldar una decisión que no es propia y que recae exclusivamente en Felipe VI.

En el fondo hay otra cuestión. Los partidos políticos pertenecientes al arco ideológico de derecha, como el Partido Popular, Ciudadanos y el extremista Vox, sostienen abiertamente que Juan Carlos debería volver a España si así lo desea. El gobernante Partido Socialista y sus aliados parecen entonces preferir no irritar a un sector del electorado en un momento en el cual las expresiones políticas e ideológicas de derecha parecen ganar terreno a fuerza de polarización del discurso.

En 45 años de alta exposición pública, Juan Carlos I pasó de ser héroe a villano. Es posible que, dada su edad, persiga el objetivo de volver a su tierra para morir allí, junto a su familia. Está por verse qué evaluación hará su hijo Felipe VI. El temor a que el retorno del rey emérito se convierta en la extinción de la monarquía, flota en el aire.