Digno de una película de James Bond, el asesinato de Andrei Karlov, embajador ruso en Turquía, produjo un temblor diplomático en Medio Oriente y Rusia con repercusiones en todo el mundo. Rusia y Turquía no son dos países intrascendentes. Se trata de los dos únicos países bicontinentales del planeta. Ambos tienen un pie en Asia y otro en Europa y comparten un pasado de grandeza como imperios multinacionales. Albergan conflictos internos signados por las diferencias étnicas y religiosas y tienen una responsabilidad capital respecto de la estabilidad en Medio Oriente.

Hasta hace pocos meses ambos países estaban enfrentados al punto de rozar el límite de la guerra cuando los turcos derribaron un bombardero ruso. Los intereses de los gobiernos de Vladimir Putin y de Recep Tayyip Erdogan se encontraban profundamente enfrentados. Putin decidió apoyar decididamente a su aliado regional, Bachar al-Asad, el presidente de Siria, que estaba perdiendo la guerra civil con el Estado Islámico (ISIS) y con un conjunto de insurgentes apoyados desde los Estados Unidos y Europa. Por su parte, la Turquía de Erdogan, tradicional aliada de Occidente y miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), guardaba desde hacía tiempo una enemistad manifiesta con el gobierno de al-Asad. Más aún, la relación entre el gobierno turco y sus aliados occidentales se hizo tensa cuando se supo que, para perjudicar al gobierno sirio, los turcos no solamente hicieron la vista gorda con ISIS, sino que fueron mucho más allá: traficaron con ellos petróleo y armas. Para los turcos, facilitar armas a ISIS significaba que habría más kurdos muertos. Y los kurdos son el “enemigo interno” para los turcos, ya que temen que alguna vez ellos accedan a su propio Estado a costa de un desmembramiento territorial propio. En definitiva, apoyando por acción o por omisión a ISIS, el gobierno de Erdogan combatía en simultáneo a dos enemigos, uno interior -los kurdos- y otro exterior -el gobierno sirio- hasta que ISIS se convirtió en un problema para Occidente. En ese entonces la presión de los Estados Unidos y los aliados europeos se volvió insostenible, y el gobierno turco debió entrar en guerra con ISIS, aunque con habitualidad se cometían “errores” y las bombas iban a parar en contra de los kurdos que combatían a ISIS.

Tras los primeros atentados en Francia, Rusia se involucró en la guerra contra el Estado Islámico, al concluir que occidente era ineficiente en ese cometido, que el experimento político de los terroristas de crear un Estado con dominio territorial efectivo era peligroso porque podía generar un efecto contagio en la población islámica del Cáucaso y dentro de sus propias fronteras y porque una derrota de al-Asad en Siria supondría que la flota rusa en el Mediterráneo podía quedarse sin puerto donde recalar.

En solamente un año, Rusia consiguió lo que los Estados Unidos y compañía no pudieron en cuatro años y medio de guerra. A partir de una alianza estratégica con Irán, que también combate a ISIS por considerarlo una aberración del Islam, fortalecieron a sus aliados sirios y, junto a ellos, doblegaron a ISIS hasta expulsarlos de Alepo, la ciudad más importante del país.  La evacuación de Alepo, en particular de los grupos armados opositores y sus familias que aún estaban en la ciudad, fue un acuerdo tejido entre Rusia, Turquía e Irán. La caída de Alepo representa simbólicamente el final del Estado Islámico como experiencia territorial, aunque como organización terrorista sobrevivirá por tiempo indeterminado.

Para hacer posible sus éxitos militares y los de sus aliados sirios, Vladimir Putin hizo gala de una virtud rusa poco reconocida, la diplomacia. Las acciones de Rusia no hubieran sido posibles sin acuerdo con Turquía mediante, debido al conflicto de intereses preexistentes. Una guerra entre Rusia y Turquía estuvo a la vuelta de la esquina en los primeros meses de 2016. Sin embargo, hubo un hecho que lo cambió todo y que la inteligencia y la diplomacia rusas explotaron a la perfección: el intento de golpe de Estado contra el gobierno de Erdogan. Fueron los servicios secretos rusos los que advirtieron al gobierno turco que un golpe se estaba gestando con apoyo occidental. Las autoridades turcas desbarataron el intento, iniciaron una purga política que aún no termina y sometieron a revisión la lealtad de sus aliados. A partir de allí se redefinió el mapa de alianzas y lealtades en Oriente Próximo. Turquía se acercó decididamente a Rusia y se alejó de europeos y estadounidenses, quitándose de encima la presión de tener que simular ser un régimen democrático. Congeló su enemistad con al-Asad a pedido de los rusos y a cambio se les permitió masacrar a todos los kurdos que quisieran. Eso sí, combatiendo siempre a ISIS junto a Rusia, Irán y Siria.

Una hipótesis sobre el magnicidio

El asesinato de Andrei Karlov en una muestra de fotografía durante la inauguración de una galería de arte llega en un momento clave, y no es un dato menor que fuera a manos de un efectivo de las fuerzas de seguridad turcas. Karlov fue uno de los artífices del acercamiento entre Ankara y Moscú. Putin advirtió que su muerte tuvo un propósito específico: dañar las relaciones turco-rusas. Y algo de crédito hay que darle al mandatario ruso, que cuenta con uno de los mejores servicios de inteligencia del mundo.

Cabe preguntarse ¿quién se beneficia y quién se perjudica con el asesinato del embajador ruso en Turquía? Una respuesta posible, la que suscribe Putin a partir de sus declaraciones públicas, es que el perjuicio recaería sobre las relaciones turco-rusas y el beneficio, sobre los antiguos aliados de Turquía que podrían sustraer a ese país de la órbita del Kremlin. Pero más allá de los dichos o las suposiciones de Putin hay un hecho que respalda esta tesis. Estaba programado un encuentro de alto nivel entre diplomáticos turcos, rusos e iraníes para el día posterior al asesinato de Karlov.

Esa alianza, exitosa en el enfrentamiento con ISIS, que no pertenece a la esfera de dominio occidental, parece disgustar profundamente al gobierno estadounidense en retirada de Barack Obama y a sus principales aliados europeos. Además de constituirse como un polo de poder, aparece como un modelo de política internacional exitoso de combate contra el terrorismo donde ninguno de los actores en cuestión es democrático.

Otro factor actúa como abono de esta hipótesis. Los demócratas, cuyo gobierno expirará el próximo 20 de enero cuando Obama le entregue el mando a Donald Trump, responsabilizan a hackers rusos -con el aval del gobierno de Putin- de haber interferido en la campaña presidencial estadounidense perjudicando a su candidata Hillary Clinton. Hasta la CIA y el FBI confirmaron extraoficialmente que los hackeos existieron. La relación entre Rusia y los Estados Unidos durante los dos mandatos de Obama fue pésima, en buena medida a instancias de la gestión de Hillary Clinton como Secretaria de Estado, y enemiga personal de Putin, quien la acusa de haber interferido en su contra durante las últimas elecciones presidenciales rusas. Como ya se prevé que el vínculo entre Donald Trump y Vladimir Putin será de acercamiento, hay lugar incluso para la suspicacia de quienes señalan que los demócratas quieren empantanar desde ahora esa relación.

¿Podría pensarse entonces en una conspiración urdida desde los Estados Unidos con el objetivo de fracturar el acercamiento entre turcos y rusos? Puede pensarse cualquier cosa. El problema es que tanto Putin como Erdogan parecen convencidos de que esto es así.