La de los Silveyra es la historia de una familia emprendedora de clase media de Rosario. Pero también es la historia de la Argentina de los últimos 30 años, de sus modelos económicos en pugna, de los ciclos de prosperidad para la industria nacional, de las épocas de recesión y de crisis, de sueños cumplidos, de pesadillas, de felicidades compartidas por cierto bienestar alcanzado y de profundas angustias por proyectos que se derrumban en un abrir y cerrar de ojos. 

Leonardo tiene 44 años. Está casado y tiene una hija adolescente. Le dedicó toda su vida a la industria del cuero. Empezó a trabajar con su papá en el negocio familiar cuando terminó la secundaria, en el amanecer de la década del 90. La marca "Massa-Silveyra" era toda una insignia registrada del calzado de Rosario. Producían suelas cortadas con proveedores desparramados por toda la provincia. 

El negocio iba tan bien que se diversificaron. Con "Calzado Manolo" empezaron a vender productos terminados. Tenían más de 60 trabajadores con una rueda virtuosa que parecía imparable. Pero llegó el menemismo, su modelo neoliberal-aperturista y la prosperidad se transformó en subsistencia. Las importaciones sin control golpearon las curtiembres y a los pequeños fabricantes. 

En 1993, la familia Silveyra tuvo que vender galpones, propiedades y vehículos para sostener el negocio. Llegaron años duros, de muchísima incertidumbre. La crisis del 2001 terminó con cualquier esperanza de reactivación. La fábrica se quedó definitivamente sin producción, sin trabajo. "Qué iba hacer mi viejo a los 50 años. Como pudimos, a duras penas, mantuvimos la fábrica abierta", recuerda Leonardo sobre aquellos años. Él era joven, fuerte y luchador. Las ruinas de la fábrica recayeron sobre sus espaldas. 

Leonardo vio enfermar a su padre. Lo vio llorar, angustiarse por un derrumbe impensado. También vivió de cerca las peleas familiares, las separaciones momentáneas y la tristeza asfixiante de su mamá.  

Durante meses enteros, los tres se instalaron en un club del trueque para intercambiar zapatos por comida, por ropa o por cualquier otro objeto de valor. "Fue una etapa durísima, de las peores que pasamos", admite Leonardo.

El panorama empezó a cambiar a mediados del 2002 con la aparición de las cuasimonedas. Con algún billete en el bolsillo, la gente volvió a comprar zapatos. En el 2003, ya con la presidencia de Néstor Kirchner, los Silveyra lograron sacar dos créditos muy flexibles, uno del Banco Nación y otro gestionado por la Municipalidad de Rosario.

Recuperaron uno de los galpones perdidos y dejaron atrás los años de alquiler. Sumaron cuatro empleados y se pusieron de vuelta a producir. Con el crecimiento del mercado interno, la fábrica de plantillas repuntó de forma vertiginosa. El calzado "San Valentín", la nueva marca propia, empezó a tener otra vez salida. "Fueron años donde la rueda giraba sola para todos, para nosotros y para los empleados. Teníamos para vivir, para cubrir los gastos básicos y para darnos nuestros gustos", explica Leonardo.   

Con la asunción de Cambiemos a fines de 2015, su padre --ya alejado del negocio-- le recomendó que comprase dólares, que se capitalizara en moneda dura ante un posible escenario de crisis. "No tropecemos dos veces con la misma piedra", razonó. Pero Leonardo no vio un horizonte tan oscuro como el que se le vino encima poco tiempo después. Su estrategia fue stockearse y esperar cualquier cimbronazo con los galpones llenos de mercadería.       

En mayo de 2016 tuvo que cerrar la fábrica de calzado. Otra vez las importaciones indiscriminadas, otra vez la competencia desleal de afuera. Concentró todo el negocio en la producción de plantillas. Pero los proveedores también empezaron a irse. De 120 clientes pasó a solamente 4. "Antes tenía pedidos de cuatro mil pares por semana. Hoy con mucha suerte vendo esa cantidad en ocho meses", le cuenta a Rosarioplus.com.

Su puso a vender el stock de mercadería para palear la crisis. En el medio ya vendió tres máquinas para pagar gastos fijos. Los servicios básicos, luz, gas y agua, se transformaron en un escollo impensado.   

Leonardo reconoce hoy estar "con la soga al cuello". No le ve salida a su negocio. Pero ya no tiene 20 años ni una fortaleza a prueba de balas. Tiene 44 años y está cansado de vivir arriba de un tobogán. Habla de una angustia galopante, de tener mucho miedo, de sentir los fantasmas del pasado. Para colmo, su salud empezó a empeorar. Toma pastillas para la ansiedad, le cuesta dormir y sufre pozos anímicos. 

Cuando está solo, cuando su mirada se pierde en algún punto fijo, a Leonardo le da vueltas la misma pregunta en la cabeza: ¿Cómo puede ser que la historia se haya vuelto a repetir?