En estos días, los jóvenes son protagonistas de fenómenos políticos de alto impacto y con una amplia demanda de sus derechos. 

Hasta el viernes pasado, una veintena de escuelas de la ciudad de Buenos Aires fueron tomadas por los alumnos. Algunos señalan que tuvo que ver más con una cuestión política que educativa. Y, si bien hay pujas muy fuertes respecto de dicho acontecimiento, cabría pensar qué pretenden estos alumnos con el “cierre” de sus escuelas. 

A diferencia de los años 70, hoy por hoy los jóvenes se vinculan entre unos pocos y se anudan entre ellos de distintos modos a corto plazo. Y, en esa sujeción, prevalece lo individual ante lo grupal. La característica más importante de la juventud de hace 30 años era la construcción colectiva, la cual eclipsaba las individualidades y cimentaba un colectivo mayor, con identificaciones a largo plazo y con ideales compartidos.

Estos estudiantes que ocupan el espacio público como propio, se aglutinan  con unos pocos con una alta visibilidad por las redes de las que son parte. Y aquí comienza el problema de los adultos. Lejos de asumir el problema y retomar el diálogo, dejan de ir a dar clases, tal como señalaba el Rector de una escuela; entonces sólo asisten dos o tres profesores, quienes apoyan la toma y concurren para hacer algunos talleres. Además, las autoridades temen las repercusiones mediáticas, por lo tanto optan por esperar que “todo fluya”. En el mientras tanto, se pierden clases, los aprendizajes se truncan, las  oportunidades se pierden y la participación tan deseada se suspende. 

Si bien es fundamental  generar espacios de participación democrática donde todos sean protagonistas, es necesario enseñar desde la coherencia entre lo que decimos y hacemos. Y, si bien los jóvenes toman una escuela, deben entender que los docentes tienen derecho a ingresar para dar clases y los profesores asumir que nuestra función primordial es enseñar y los alumnos aprender la materia que enseñamos y, además, que las decisiones finales las toman otros y no siempre son las que deseamos. 

Es cierto que otra escuela secundaria es necesaria, con otro formato, con otro tipo de cursado, más flexible y no tan atomizado. Y los contenidos pueden ser negociados y debatidos con los alumnos en los espacios que corresponden. Todos y cada uno de los estudiantes deben ser parte del cambio para que este nivel sea más significativo. Pero para eso, los docentes tenemos que estar en las escuelas debatiendo, consensuando y enseñando.

Participar en el gobierno de las instituciones podrá ayudar a los jóvenes a  ser ciudadanos más activos, compenetrados con la realidad, pero a sabiendas que hay niveles de decisión de las que no pueden ser parte. 

Deberíamos ponernos a pensar cómo ayudar a no obturar con discursos cerrados y obsoletos, para ir dando lugar a caminos de búsqueda de respuestas mancomunadas y espacios de reflexión donde podamos tomar conciencia de las diferentes problemáticas, identificando sus necesidades y los reclamos justos, pero enseñando a los alumnos otras vías de  construcción de consensos. 

Es nuestro deber, como profesionales de la educación, enseñar a defender lo que nos corresponde y merecemos, pero también siendo responsables. Para ello, algunas prácticas políticas deben ser resignificadas en la escuela, donde lo colectivo se construya entre todos.