En el imaginario social, la universidad ha permanecido en el tiempo como el templo del saber y todo lo que de ella deriva, genera un altísimo respeto y, también, una mirada acrítica. Pareciera ser un lugar cristalizado  y estancado en la época de “M´hijo el dotor”, tan bien descripto por Florencio Sánchez.

Las universidades argentinas están enmarcadas en la Ley de Educación Superior N° 24.521 (1995), al igual que los institutos provinciales de formación docente, con la diferencia de que estos últimos pertenecen a la educación superior no universitaria y son responsabilidad de los Estados provinciales o de la ciudad de Buenos Aires. 

El modelo que nuestras universidades sostienen es propio de la época napoleónica, donde la enseñanza superior se organizó a través de las escuelas profesionales a fin de formar médicos,  abogados, entre otras profesiones, y fueron denominadas facultades. La organización de la enseñanza, a través de disciplinas, fue efectiva para un momento histórico y un determinado modelo de sociedad; pero, dicho patrón, hoy puesto en cuestión por los cambios socioculturales debe ser revisado.

En estos días, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires ha llevado al debate público la idea que la formación docente puede mejorar si trasladamos la educación de los futuros profesores al ámbito universitario. Y, de este modo, los cambios se  podrían dar de manera inmediata, a modo causa- efecto. Esta es una mirada reduccionista del problema, la cual no hace más que ahondarlo en vez de solucionarlo.

Los institutos de formación docente provinciales llevan muchos años, algunos más de cien, preparando docentes y son de fundamental importancia no solo en las grandes ciudades, sino también en  las más pequeñas, ya que posibilitan el acceso a la educación superior a la mayor parte de la población. Además, lejos de endurecer la enseñanza disciplinar, fortalecen el campo del saber pedagógico a fin de cuestionar qué y cómo enseñar en la escuela. 

Creer que las universidades, con el mismo modelo de siempre, podrán mejorar la formación docente es una falacia que sólo profundizará los problemas actuales de la educación.

Hoy por hoy, no necesitamos una escuela enciclopedista como la de hace unas décadas, con saberes atomizados y estancos, sino que el aula debe ser pensada desde un lugar más situado y contextuado, en pos de formar sujetos críticos y capaces de resolver los problemas de la vida cotidiana y los de un futuro aún desconocido.

No caben dudas que hay que mejorar la formación docente, pero también la carrera de quienes ya están en las aulas, con capacitaciones y remuneraciones acordes con la función.

Si pretendemos revalorizar la tarea docente,  es necesario fortalecer a los institutos con más inversión en edificios, materiales y proyectos innovadores, escuchando a los actores y dándoles protagonismo y asumiendo que aún queda mucho por hacer para mejorar la calidad educativa.

No hay cambios mágicos. Revalorizar la tarea docente es una política de estado que debe ser asumida como tal, con ideas y concreciones reales, de lo contrario, es papel pintado.