Maricel tiene miedo. Tanto que me pide que no diga su nombre, y elijo uno ficticio para contar su historia. Que es la de cientos de vecinos que viven amedrentados por bandas narcocriminales. Pandillas que riegan de balas los barrios periféricos de Rosario amordazando a los más débiles. Alli el silencio y el miedo vulneran a los vulnerables y el estigma pesa sobre todos. También sobre los que no saben, ni pueden pedir auxilio, ante una sociedad que los mira de reojo y los engloba en cifras.

 A Maricel le balearon la casa y le juraron que van a matar a su hijo de 10 años si no se va de ahí. Las siete perforaciones en la puerta de ingreso no dejan lugar a dudas. Ahí hubo plomo. Utilizando el whatsapp y presa de la desesperación decidió hacer públicas las fotos para denunciarlo. Las razones, según dice son las de siempre: la precaria vivienda de dos dormitorios apenas revocados fue elegida para instalar allí un bunker. “Me tocó la mala suerte, pero yo les dije que no me voy, y ahora me hacen esto….”, llora Maricel. Promete contar todo lo que pasa en República de la Sexta, donde viven a merced de los violentos. Y hacia allá vamos.

Apenas llegamos, el barrio aletargado por la siesta parece despertarse. Vecinos que se asoman y motos que repentinamente comienzan a deambular en círculos parecieran darnos un mensaje. Esperamos a Maricel en la puerta de un pasillo que atraviesa toda la manzana, pero nunca sale. Tras darle algunas garantías, nos dice por teléfono que lo pensó mejor, que los vecinos le aseguran que salir en la tele es peligroso, que pueden matarla a ella “o al chico”, y quizás también ligarían otros de rebote… Le piden que se vaya unos días de su mamá. Y q rece.

Angustiada, pide disculpas por no brindar su testimonio,  cuenta que es empleada doméstica, madre soltera y que por ahora no tiene otro lugar donde vivir. “Soy sola, bah, acá todos somos solos”, concluye para resumir la orfandad en la que vive. No insisto. Se que de verdad pueden matarla. Su casa no es la única que recibió impactos, una realidad que salta a la vista cuando caminamos la media cuadra que nos separan del auto.

Dejamos el barrio con el sabor amargo de la impotencia. Lo último que escuchamos es la voz temblorosa de la mujer contando que desde la balacera ocurrida el fin de semana su nene no va a clases porque teme que lo maten. Y ella no acude a la Justicia porque teme represalias. El miedo al que nombra con rabia se respira, se le cuela en los huesos. No es para menos. A solo una cuadra de allí, un chico que quedó cuadripléjico al recibir un disparo falleció esta semana, tras una larga agonía. 

Los vecinos que han tenido que dejar su casa para salvar sus vidas, los que se defienden poniendo chapas detrás de las ventanas y resisten como pueden. Los que subsisten condenados al miedo de vivir en tierra de nadie son muchos, demasiados. Cuando las balas los alcanzan, encima, alguien dice que fue un ajuste de cuentas y casi todos le creen. Asi de fácil. La dirección del crimen ayuda bastante a la trillada hipótesis. Y ellos, los laburantes que están al margen del negocio de las drogas, no tienen plata para pagar abogados que defiendan su nombre o les garanticen el acceso a la justicia. Las balas le caen a cualquiera y callarse termina siendo la única opción de supervivencia.

Ahora es de noche. Miro a mi hijo y pienso donde estará durmiendo ese otro hijo, el que está amenazado, el que de un momento a otro puede perecer en una lluvia de balas. Sé que si un chico está amenazado por una problemática social que se dispara sin soluciones, lo están todos indefectiblemente. Todos. Y así debiéramos concebirlo.  Pero no es uno, son miles, los que sobreviven así, en los barrios escindidos de las postales.

Y lo más doloroso sin embargo, no es la voz temblorosa de esa chica asustada, sino la indiferencia atroz que la vulnera.