Francia y los Estados Unidos enfrentan, ante todo, sus propios miedos. Como en 1776 y 1789, cuando se produjeron los acontecimientos que cambiaron el modo de vida en Occidente. En 1776 los Estados Unidos declararon su independencia, y en 1789 se llevó a cabo la Revolución Francesa, que declaró los Derechos del Hombre, resumidos en tres conceptos que representan los valores fundantes del mundo occidental moderno: libertad, igualdad y fraternidad. Desde entonces, Francia y los Estados Unidos se constituyeron en el norte de la brújula de aquellos pueblos deseosos de gozar de la libertad como principio rector de sus vidas y de la democracia como forma de gobierno. En todas partes del mundo se imitó la lucha de esos dos países.

Latinoamérica los emuló en su emancipación de las metrópolis europeas. No hubo pensador libertario americano que no hubiera leído cabalmente a los Padres Fundadores de los Estados Unidos y a los intelectuales que le dieron sustento a la Revolución Francesa. Los textos constitucionales de casi toda América adoptaron como modelos la Carta Magna estadounidense y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamada en Francia.

Este será un año de elecciones presidenciales en los Estados Unidos y en 2017 será el turno de Francia. La Ciencia Política, la práctica política cotidiana y hasta el sentido común, han dejado en claro que sufragio y elecciones no son lo mismo que democracia y -mucho menos- que libertad. De hecho, tanto en Francia como en los Estados Unidos, la libertad viene siendo postergada en el “ranking de los valores”. Y no es casual que eso coincida con un pujante ímpetu reaccionario en ambos países.

¿La extrema derecha al poder?

El crecimiento electoral del Frente Nacional (FN) de Marine Le Pen en Francia, amenaza con culminar en un eventual ballotage el año que viene. En diciembre del año pasado las elecciones regionales mostraron su potencial electoral: 6 millones de votos, frente a casi 7 millones de sufragios obtenidos por partidos del centro y la derecha tradicionales y casi 8 millones correspondientes a los partidos de izquierda. Pero mientras estos últimos se encuentran en una pendiente electoral descendente y no logran ponerse de acuerdo entre sí, el FN se encamina en solitario por un sendero ascendente.

Su propuesta es antieuropea, porque reniega de la Unión Europea (UE) y reclama la ruptura con la zona euro, es antiliberal con discurso anticapitalista, xenófoba –pretende la expulsión masiva de inmigrantes- y ultranacionalista. Y es con esta propuesta que ya sedujo a un tercio del electorado.

En los últimos 50 años Francia tuvo un bipartidismo que enfrentó a la izquierda y la derecha tradicionales. Desde 2015 parece haber adoptado un modelo de tres polos en el cual la derecha tradicional y la extrema derecha se profesan un odio visceral. Pero la izquierda y la derecha tradicionales también se manifiestan un rechazo tajante que les impide dejar de lado las diferencias para formar una “gran coalición” capaz de vencer al FN de manera contundente. Marine Le Pen apuesta a seguir creciendo a expensas de ese duelo entre la izquierda y la derecha tradicionales. En sólo veinte años, el FN se ha transformado en el partido más votado por los obreros y en el segundo más votado por la juventud. Fue la formación más votada en las elecciones europeas de 2014 y en las regionales de 2015. Y son varios los sondeos que afirman que Marine Le Pen podría eliminar incluso en primera vuelta al actual presidente Francoise Hollande o al expresidente Nicolás Sarkozy.

Hay un agravante. Tanto los partidos de la derecha como de la izquierda tradicionales, empezaron a copiar el discurso -y hasta a tomar algunas medidas en el mismo sentido- del FN. Esperan que de esa manera no se les “fuguen” tantos votos. Pero esa no deja de ser un arma de doble filo, porque pueden por un lado espantar a sus votantes de siempre y por el otro, no retener a los electores que pretendían conservar y que podrían verse tentados de votar al “producto original”. Además, muchos franceses muestran cierto hartazgo respecto de sus dirigentes tradicionales.

En los Estados Unidos, Donald Trump avanza rompiendo todos los presagios que lo condenaban a cumplir un rol de payaso político. Logró que todos sus opositores internos dejaran la contienda antes aún de alcanzar los 1237 delegados necesarios para asegurarse la nominación de su partido. Solamente Hillary Clinton queda en su camino y él aspira a vencerla el 8 de noviembre.

Trump es un político atípico, justamente porque no pertenece al mundo de la política tradicional. Él es su propio producto e intenta venderse como tal. Emplea un discurso xenófobo y antiislámico, alejado de las doctrinas conservadoras habituales del Partido Republicano al que representa. Alienta el aislacionismo en materia de política exterior. Pero en realidad es un híbrido político difícil de catalogar. Propone algunas medidas sociales e impositivas afines al discurso de los demócratas, y otras medidas de perfil conservador afines al discurso de los republicanos. Queda claro entonces que va moldeando su discurso de acuerdo a las necesidades de su campaña, no siempre con coherencia, pero la mayoría de las veces, acercándose mucho al sentir de muchos estadounidenses que sienten que el “american way of life” se extinguió. Su eslogan y promesa de campaña “Hagamos a América grande de nuevo” caló hondo en el corazón de los habitantes del Rust Belt o “cinturón oxidado”, que comprende los pueblos y ciudades industriales de los Estados Unidos, artífices de buena parte de la riqueza del país en un pasado no tan lejano y que en las últimas décadas se fueron empobreciendo.

El electorado estadounidense parece girar hacia la derecha. La base electoral actual de Hillary Clinton no es la misma que acompañó a Barack Obama hace ocho años. Los demócratas que querían cambio, votaron por el senador socialista Bernie Sanders y no por Clinton.

Hillary es una candidata que dentro de la misma estructura demócrata podría situarse más bien sobre la derecha de ese espacio. La elección presidencial se dirimirá entre dos candidatos que de progresistas tienen poco y nada.

Es por eso que la contienda será definida por los sectores moderados, sin grandes convicciones ideológicas, guiados principalmente por las noticias acerca de la evolución -o involución- de la economía y por la sensación de que su seguridad está garantizada. Una vez más, el miedo aparecerá como un factor definitorio entre los estadounidenses al momento de votar. Miedo por la evolución de la economía. Miedo por eventuales atentados. Miedo. Siempre miedo.

En ambos países el rol que juega el terrorismo es definitorio. Encarnado en ISIS o en cualquier otra organización, el terrorismo termina siendo siempre funcional a los sectores reaccionarios locales y viceversa. Los partidos y los políticos de extrema derecha refuerzan la imagen distorsionada que pesa sobre los occidentales y que el fundamentalismo islámico utiliza para justificar sus acciones terroristas. Fundamentalismo islámico y ultraderecha occidental se retroalimentan.

Para la libertad

Joan Manuel Serrat sostiene en una de sus canciones más hermosas: “para la libertad sangro, lucho y pervivo”. Es grande y preocupante el sector de las sociedades actuales que solamente parece dispuesto a sangrar, luchar y pervivir por una aparente seguridad o por la cifra que arroja el dato de la economía.

En definitiva, aquellos dos países que emergieron a fines del siglo XIX con el poder que les dio el reclamo legítimo de la defensa de los derechos del hombre y con un clamor genuino de libertad, aparecen actualmente empequeñecidos, sombríos y temerosos. Ese contexto siempre se torna propicio para los movimientos conservadores y reaccionarios y para los autoproclamados “salvadores” como Le Pen o Trump, que no hacen más que insuflar los temores populares para convertirlos en votos. Como se dijo al inicio, voto y elecciones, no significan necesariamente democracia. Mucho menos libertad. El miedo es el peor enemigo de la libertad. Porque cuando existe miedo, se vende barata la libertad a cambio de una seguridad que nunca es alcanzada.

Como expresión de deseo, cabe esperar que ciudadanía de esos dos países, antes faros de la libertad y guías de Occidente, vote sin miedo. Sería lo mejor para franceses y estadounidenses. Sería lo mejor para la libertad y lo mejor para la humanidad.