“El hombre ha nacido libre y sin embargo por todas partes se encuentra encadenado”
J. J. Rousseau

Hay pantallas por todos lados. Siempre a mano, muchas en las manos y en las paredes, empotradas como cajas fuertes para atesorar el mundo. Hay pantallas en las salas de espera, esos pequeños y predecibles viajes en el tiempo (a veces tengo la sensación de que ya no es posible viajar sino en el tiempo). En los gimnasios frente a las bicicletas fijas, para descentrar la atención de tan servil viaje metabólico, hay pantallas… hasta en los mingitorios las he visto. En los vehículos de toda índole donde cada cristal limítrofe es en sí mismo una pantalla, allí también las hay. Como en la “Virgen de la pantalla” de Campin: cuadros dentro del cuadro, viajes dentro del viaje.

En ciertas páginas de El lenguaje de los nuevos medios.  de Lev Manovich, he leído una muy estimulante genealogía de la pantalla basada en tres criterios. Por un lado, cuenta con algunas distinciones respecto del tipo de temporalidad de las imágenes que se muestran: fijas (pasado), en movimiento (pasado presente), en tiempo real (presente) e interactivas. Por otro, se resalta la tensión planteada entre el espacio del espectador y el de la representación. Para finalmente cerrar con un análisis que, tomando como punto de inicio el concepto de artes dióptricas de Roland Barthes, atiende a la relación que dichos encuadres proponen con la corporalidad del espectador o del usuario.

El concepto de pantalla en Barthes es omnicomprensivo, según Manovich, “engloba (...) la pintura, el cine, la televisión, el radar y el monitor de ordenador. En cada uno de ellos, la realidad queda cortada por el rectángulo de la pantalla (...) Este acto de dividir la realidad en un signo y en la nada a la vez desdobla al sujeto de la visión, que existe ahora en dos espacios: el físico y familiar de su cuerpo real, y el espacio virtual de una imagen dentro de la pantalla” (p.156). El precio que la corporalidad ha pagado (la tuya, la mía… pero en este momento siento que sobre todo la mía) como ya vemos en esta larga tradición de dispositivos de visión ha sido la inmovilidad del cuerpo, su fijación y aprisionamiento frente al aparato de representación. 

Para contrarrestar esta deuda adquirida a la cuenta de nuestra condición de sujetos (sujetados) de visión es que me obligué a interrumpir periódicamente mi escritura. A cada rellano en la construcción de la prosa le ha correspondido unos ejercicios de estiramiento. El resultado no está nada mal pero deja sin resolución el problema de fondo. Llevo una vez más las yemas de mis dedos por la zona baja de la espalda y noto que el nudo se redujo notablemente. Tengo puesto ya un calzado deportivo, pero aún falta un último estiramiento, quizás el único indispensable. No es parte de los ejercicios pero me veo obligado a hacerlo si quiero alcanzar y llevar conmigo el smartphone. Finalmente abro la puerta y, al fin, salgo... al fin. Este capítulo parece comenzar a cerrarse.


Aníbal Rossi es docente universitario (UNR/UAI). Especialista en tecnologías digitales y mutación cultural.