Los que retratamos cotidianamente la violencia, también la sufrimos en carne propia, de una forma dolorosa, inesperada, lacerante. Esta semana en un asalto, de esos que semanalmente nos toca contar, mataron al hermano de un periodista, un arquitecto que iba a su trabajo y fue interceptado por delincuentes . Le dispararon por la espalda. Sicarios y cobardes.

Veinticuatro horas antes habían amenazado de muerte a una periodista de Canal 5 y a su compañero camarógrafo. “Acá no filman nada”, les gritaban mientras les apoyaban en la espalda el filo de un cuchillo y exhibían un arma de fuego. Justamente, habían llegado para  narrar el asesinato de un joven de 17 años que se desangró tras ser acuchillado. Un espiral de violencia que no tiene fin y deja en la garganta el trago amargo del desamparo y la impunidad.

A propósito de eso,  en enero de este año quedé en medio de una balacera junto a un camarógrafo, un colega del diario La Capital y una fotógrafa. También habíamos llegado para reconstruir un homicidio. La víctima era un chico al que habían ultimado a quemarropa por una deuda con el narco que le vendía droga, según nos contaron los vecinos. Enojados, arremetían a mazazos contra la casa del “vendedor”, que escapó como rata por tirante, pero dispuesto a vengarse. En medio de la crónica periodística, un soldadito comenzó a disparar hacia donde estábamos. Tuvimos que arrojarnos cuerpo a tierra detrás de una vivienda precaria, con la esperanza de salvarnos de las balas.

 “Acá es así, ya estamos acostumbrados”, nos decían muchos mirando con asombro nuestras precauciones de supervivencia. Algunos corrieron a refugiarse. Otros no. Quienes deben levantarse a diario para trabajar, llevar a sus hijos al colegio y hacer mandados sabiendo que las balas pueden irrumpir en cualquier momento, naturalizan esta situación aberrante.

 Cuando cesaron los disparos, un adolescente armado (no tenía más de 15 años) nos ayudó a salir. Así de absurdo. Un móvil de la Policía de Investigaciones se mantuvo a distancia, contempló la escena con estoicismo e inacción. Tiempo después, el calvario de periodistas amenazados de muerte vuelve a repetirse.

La violencia muta, crece, nos cerca y nos abate. Pero lo más doloroso es la impunidad, en ninguno de los tres hechos hay personas detenidas. ¿Matar sale gratis? Disparar contra personas inocentes o amenazarlas tampoco parece tener castigo alguno. Las víctimas y sus deudos están rodeados de un desamparo semejante a un abismo.

Vivir aquí es cada vez más peligroso. Contar lo que pasa con la convicción periodística de que visibilizar un fenómeno es el primer paso para combatirlo, se está volviendo una tarea de riesgo, nunca antes pensada.