Graciela es vendedora ambulante. Tiene un puestito en el que ofrece ropa a quienes transitan por avenida San Martín, en el extremo sur de la ciudad. “Me la rebusco, ¿vio?”, dice la mujer bajita, de cabello entrecano y piel trigueña en una nota televisiva en la que cuenta que ella y su familia están amenazados de muerte. El entramado de violencia que se vive en la periferia de la ciudad es tan complejo e injusto que a veces deja atrapados y sin salida a quienes solo son culpables de haber nacido pobres.

Todo comenzó el 13 de marzo. Hacía calor esa tarde, lo suficiente para que Graciela, de 53 años, se quedara en su casa de barrio Irigoyen. Poca gente transita las avenidas cuando las altas temperaturas y la humedad del asfalto se transforman en sudor, hedor y desgano. Las ventas flaquean, también para los puesteros. Era una tarde más, de un verano agobiante, o al menos eso era lo que ella creía.  Al bajar el sol, mientras tomaba mates junto a la puerta de su casa presencio un crimen. Fueron cinco las balas que atravesaron el cuerpo de un chico de 18 años que transitaba por calle Pinedo al 6400. Las escenas de ajustes de cuenta y balaceras no son nuevas en el barrio, pero estar ahí y testificar ante la justicia, la condenó a vivir con miedo. “Yo no me meto nunca en estas cosas, pero lo conocía al chico, ¿vio?”, confiesa con los ojos llorosos, justificándose por haber cumplido con el deber ciudadano de contar lo que vio ante un fiscal que debió protegerla y no lo hizo.

En la esquina, un mural escrito con aerosol negro sobre la pared que bordea la vía, le rinde homenaje al pibe caído con improvisada rima: “Mano, tus amigos te recuerdan por la imagen que dejaste, pibe chorro, compañero y un amigo impresionante”, reza.

El rostro de Graciela y su historia se hicieron públicas cuatro meses después del homicidio, tras una lluvia de balas que por segunda vez cayó sobre su vivienda, obligándola a ella y su familia a tirarse cuerpo a tierra. “Tiraron con una 9, pero parecía una metra, doña”, describió un vecino, haciendo referencia al calibre 9 milímetros del arma y a la intensidad de los disparos. Esa noche dentro de la casa, dos nenas temblaban de miedo. Eras las nietas de Graciela y la impotencia que le provocó esa escena la impulsó a hacer pública su historia para pedir ayuda.

Doce horas después de los impactos que perforaron la intimidad de la familia, llegaron las cámaras de TV, y con ellas una troupe de gendarmes, policías y peritos. “Miralos vos, se rozan los uniformes”, espetaba una vecina arrastrando la “r” de rozan, y meneando la cabeza con la certeza de que asistía a un montaje televisivo pintoresco, una puesta en escena endeble que volvería a dejarlos desprotegidos tan pronto nos fuéramos de allí.

En resumidas cuentas, eran las 8 de una mañana en un barrio olvidado de la ciudad, que crece a escasos metros de una flamante estación de trenes inaugurada con bombos y platillos, por funcionarios a los que los vecinos no han vuelto a ver. Y donde el desamparo es tan grande, que tomar mates en la puerta una tarde de verano puede convertirse en una misión de riesgo, sobre todo si quien lo hace es un ciudadano que quiere colaborar con la justicia en lugar de mirar hacia otro lado, como lo hace el resto.

La mujer damnificada acomoda los bultos para dirigirse como todos los días a su puestito de venta ambulante, con el que paga entre otras cosas, los medicamentos de su esposo enfermo. Emprende el viaje a pasos cortos y suspira indignada mientras se aleja. En el aire la impotencia brota del aturdimiento pero se diluye en una resignación acostumbrada que se cuela en los huesos.