China despliega sin prisa pero sin pausa, una estrategia de posicionamiento global acorde a su pretensión de convertirse en la primera potencia mundial. Algunas de sus acciones despiertan desconfianza y preocupación.

 

 

El dragón es un símbolo de poder en la cultura china. Hace pocos años, el gran país oriental superó a Japón y trepó al segundo puesto de las economías más poderosas. Hay un consenso generalizado entre los especialistas respecto de que en el futuro cercano también desplazará del primer puesto a los Estados Unidos. Es un gigante comercial, con inversiones diversificadas en todo el planeta, incluyendo el hecho de haberse constituido en el mayor tenedor de bonos de la deuda externa estadounidense. También es la tercera potencia armamentística global, detrás de norteamericanos y rusos.

Pero el objetivo no está cumplido, y el dragón chino se propone seguir avanzando. Aunque a veces lo haga a través de medidas cuestionables, siempre articuladas en una visión milenarista de la historia. A los chinos no les interesa llegar rápido a la cúspide del poder mundial. Les interesa llegar fortalecidos para poder permanecer allí.

Tanto en los países del sudeste asiático como en los centros de decisión estadounidenses existe una profunda preocupación por la construcción de islas artificiales en el Mar del Sur de China que el gigante asiático lleva a cabo.

 

 

Mediante el uso de barcos de dragado y equipos constructores para convertir al menos seis arrecifes de coral situados en el archipiélago Paracelso, en enormes bases con puertos y aeropuertos -uno de ellos previsto con pista de 2900 metros de largo-, China apunta a afianzar su control marítimo sobre un espacio en disputa.

Si estas pequeñas islas de coral estuvieran ubicadas a un par de metros de profundidad menos, no calificarían siquiera como islas. Pero al sobresalir de la superficie del mar, los países pueden reclamar su propiedad y -mejor aún- el territorio y los recursos en las aguas que las rodean.

Concretamente, el país que controle las islas podría acceder al dominio de los 2,25 millones de kilómetros cuadrados en el Mar de China Meridional y de los recursos pesqueros y energéticos que allí se encuentren. Y justamente alimentos y energía son los dos temas que más inquietan a la dirigencia china porque se trata de aquellos recursos que nunca alcanzan. Sostener el crecimiento del país requiere un constante flujo de energía, y esta es la principal explicación de los estratégicos vínculos chinos con Petrobras en Brasil, Gazprom en Rusia y con las empresas iraníes del rubro. Sostener alimentadas a 1300 millones de personas (que son artífices mediante su trabajo de la arrolladora maquinaria productiva del país), requiere un constante flujo de alimentos, y esa es la principal explicación de los estratégicos vínculos chinos con una Latinoamérica esencialmente productora de alimentos.

Es por todo lo expresado que para China esas 250 rocas, arrecifes e islas, con un área de tan sólo 9 kilómetros cuadrados, valen todo el dinero y el esfuerzo que se está invirtiendo en ellas.

Pero simultáneamente a las pretensiones chinas, se hizo presente el temor entre sus vecinos de que  se utilicen esas bases como trampolines para reafirmar el control sobre todo el Mar de China Meridional. Y esos temores no son infundados, porque un país que es dueño de una isla también lo es de los 22 kilómetros de lecho marino alrededor de la isla y tiene el derecho de los recursos -aunque no del territorio- de hasta 370 kilómetros alrededor de ella. De acuerdo a normativa internacional actual, establecida en la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, un país sólo puede ser dueño de una parte de mar si es dueño de la tierra próxima a éste. Más allá de los 22 kilómetros de distancia de la costa, el mar no le pertenece a nadie y por lo tanto cualquiera puede usarlo libremente

Sin embargo, el gobierno chino y sus empresas estatales -particularmente las petroleras y las pesqueras- intentan reclamar la propiedad no solamente del Mar de China Meridional sino de su lecho marino y sus recursos, muchos de los cuales están a cientos de kilómetros de distancia de la costa del país. En este contexto, el hecho más avasallante y que más enojo provocó en la región fue el establecimiento de plataformas petroleras para perforar en aguas en disputa.

De esta manera, China estaría desafiando normas internacionalmente aceptadas pero, más allá de lo estrictamente legal, estaría poniendo en tela de juicio la estructura misma del  sistema político internacional que ha regido al mundo desde 1945. Dicho de un modo más sencillo: los países que establecieron las reglas de juego políticas globales -entre ellas las que se refieren al dominio de los mares- fueron aquellos que salieron victoriosos en la Segunda Guerra Mundial. La dirigencia china entiende que el mundo cambió y su país ostenta actualmente una cuota de poder inmensamente superior a la que tenía hace 70 años. Por lo tanto, considera que es tiempo de adaptar las reglas de juego a las necesidades de la pirámide de poder global actual, en la cual China ya le disputa el primer puesto a los Estados Unidos. 

En esta partida de ajedrez internacional, aquellos países que se sienten más perjudicados, tales como Vietnam, Indonesia, Malasia, Brunei y Filipinas (puede agregarse Taiwan si se lo considera como país independiente), intentan fortalecer su posición involucrando a las otras grandes potencias mencionadas -Estados Unidos, Japón e India- para que los apoyen. A su vez, esas potencias necesitan asegurar su paso marítimo y balancear el creciente poder chino.

Los Estados Unidos porque su rol como potencia militar y comercial global depende del acceso sin restricciones a todos los mares.

Japón porque ya mantiene disputas con China por el dominio de las islas Senkaku/Daiowu y, como está unido a la causa con Vietnam y Filipinas, ha comenzado a abastecer a ambos países con barcos guardacostas y entrenamiento para ayudarlos a defender sus reclamos marítimos.

India porque pese a no depender tanto del dominio marítimo, mantiene disputas con China sobre áreas fronterizas en el Himalaya. La dirigencia política india alberga una creciente preocupación por el avance chino alrededor del Océano Índico y por predominio en Asia y como respuesta ha establecido vínculos de seguridad con Vietnam, Indonesia, Japón y Asutralia, entre otros países.

En síntesis, en la medida que China persista en su pretensión de controlar el mar -las islas ya las controla y eso ya quedó fuera de la discusión- estará desafiando tanto a otros países de la región como al sistema político internacional mismo. Y la situación tiende a agravarse, porque China mantiene un ambicioso programa para avanzar en la construcción de territorio artificial en las islas Spratly, que se encuentran todavía más al sur y más lejos de su territorio continental. Este hecho ya provocó una declaración contraria a sus pretensiones, suscripta hace pocos días por 10 países de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático. A su vez, el gobierno chino reaccionó con indignación ante la declaración sosteniendo que su accionar es legítimo. Pero no se quedó sólo en palabras y desplegó armamento en algunas islas del Pacífico.

En Latinoamérica en general y en Argentina en particular, este tema aparentemente distante no es ajeno, porque el Gigante Asiático es uno de los principales aliados comerciales de la región. De hecho, el primer ministro chino, Li Keqiang, visitó Brasil, Colombia, Perú y Chile hace pocos días. Durante la última década, los vínculos económicos entre China y Latinoamérica se hicieron más estrechos y enmarañados, al punto que el comercio entre ambos actores se multiplicó por 21.

La estrategia política global de China contempla todo, hasta la Antártida, donde está invirtiendo una suma incalculable en desarrollar nuevas bases, medios de transporte y acuerdos logísticos para aumentar su presencia en la tierra madre de las reservas naturales del planeta.

Nada de lo suceda con China es ajeno a esta parte del mundo. La cola del dragón es cada vez más larga y llega a todas partes.