A sólo seis meses de asumir su segundo mandato como presidente de Brasil, el índice de aprobación a la gestión de Dilma Rousseff se derrumbó a 7,7 por ciento. El 70,9 por ciento de los encuestados califica negativamente su gestión. Simultáneamente, el 62,8 por ciento de las personas sondeadas se expresaron a favor del juicio político a la primera mandataria a propósito del escándalo del pagos de sobornos relacionados con la petrolera estatal Petrobras.

A fines de 2014, Rousseff fue reelecta en segunda vuelta con el 51,62 de los sufragios. ¿Cómo se deterioró tan velozmente su imagen?

Para comprender lo que sucede con Dilma pero más especialmente qué sucede con Brasil, hay que detenerse en el análisis de algunos aspectos económicos, políticos y sociales.

La economía brasileña se encuentra en recesión y hace cuatro años que el crecimiento es mínimo. La meta meta del superávit fiscal primario, que es el ahorro para el pago de los intereses de la deuda pública que se había estipulado para este año, había sido estipulada en 1,13 por ciento. Pero fue redefinida los últimos días en un modesto 0,15 por ciento. Si -como dice el dicho- “la economía es una cuestión de expectativas”, las de Brasil son por el momento bastante desalentadoras.

Pese a tratarse de un gobierno progresista afín a los sectores populares y continuador de los principios de Luiz Inacio “Lula” Da Silva, quién con sus medidas produjo que un sector muy importante de la población abandonara la pobreza para convertirse en una incipiente clase media, el ajuste actual en el que se encuentra inmerso le ha restado muchísima aceptación. Para muchos, las medidas implementadas por el ministro de Hacienda, Joaquim Levy, un banquero que aparece como una garantía de “austeridad fiscal” para los mercados financieros -no es casual que lo apoden “Joaquim manos de tijera”- es una traición a las políticas impulsadas por el Partido de los Trabajadores (PT), del cual surgieron tanto Lula como Dilma.

En este contexto, el veto de la presidente a una ley que impulsaba un aumento promedio del 60% para los trabajadores del Poder Judicial, que no obtienen modificación salarial desde 2006, encendió un nuevo foco de tormenta. La ley suponía un aumento escalonado en seis partes desde ahora hasta diciembre de 2017. Pero el gobierno explicó que un aumento semejante provocaría un impacto financiero de 25.700 millones de reales en los próximos cuatro años. A cambio, Dilma propuso un aumento del 21 por ciento escalonado entre 2016 y 2019. En Argentina, una situación semejante ya habría desatado una auténtica guerra entre el gobierno y el sindicalismo. Todo esto sucede con el telón de fondo de una inflación que crece sin prisa pero sin pausa y amenaza con alcanzar el 10 por ciento anual en cualquier momento.

La política brasileña siempre fue compleja. Las alianzas partidarias son imprescindibles para gobernar. Los políticos tránsfugas, es decir, que cambian de partido o se “fugan” de uno a otro lado, están a la orden del día. La corrupción también.

La sombra del juicio político planea sobre Dilma debido a investigaciones relacionadas con los fondos de su campaña electoral y por las acusaciones de haber alterado las cuentas públicas para adaptar el déficit.

El caso de corrupción de la petrolera estatal Petrobras alcanza esferas de poder cada vez más altas. Recientemente, un lobista representante en Brasil de varias empresas japonesas declaró ante un juez e hizo explotar una bomba judicial, política y mediática al acusar al actual presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, de haberle pedido personalmente en 2011, cinco millones de dólares destinados a conseguir contratos en Petrobras para sus empresas, que posteriormente habría recibido a través de un intermediario. Cunha es uno de los políticos más poderosos del país por su puesto clave para decidir qué leyes se aprueban o qué comisiones de investigación se convocan, además de ser uno de los dirigentes de mayor peso del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), una gigantesca estructura político partidaria casi imprescindible para poder gobernar al país. Lula se relacionó de manera conciliadora con el PMDB pero no sucedió lo mismo con Dilma, quien además se encuentra enemistada con Cunha. De hecho, es él quien amenaza a la presidente con iniciarle juicio político.

El escándalo Petrobras provocó un estallido en el seno del PMDB y del gobernante PT, también sembrado de personas involucradas, con el consecuente resquebrajamiento del Congreso. Hasta el propio Lula será investigado por supuesto tráfico de influencias para interceder ante otros gobiernos en beneficio de la importante constructora Odebrecht, para obtener contratos y obras que aparentemente no tendrían nada que ver con Petrobras. Sin embargo, la conexión entre ambos casos existe: el presidente de la constructora, Marcelo Odebrecht, se encuentra preso, acusado de sobornar a altos cargos de la petrolera para beneficiarse con sus contratos. Es por eso que se especula con que Lula se vería implicado antes o después en ambos casos, relacionado con la obtención non sancta de fondos para las campañas electorales del PT. La figura judicial de la delación compensada, o sea, el poder disminuir la propia condena acusando a otros, anticipa una catarata de denuncias con final incierto.

La sociedad brasileña enfrenta difíciles puntos de inflexión. Los sucesivos gobiernos del Lula y Dilma activaron económicamente a sectores populares postergados. Esos mismos sectores que pudieron acceder por primera vez al consumo de bienes y servicios que hasta entonces eran privilegio de la clase alta y una clase media que no superaba el 25 por ciento de la población, comprendieron además que tenían derecho a hacerlo. Es esa parte de la población la que hoy reclama más derechos, mayor acceso a diversos bienes y servicios y mejor calidad en ellos. Esos sectores entendieron rápidamente que la corrupción los perjudica.

Simultáneamente, Brasil atraviesa un recrudecimiento de la violencia vinculado a varios factores. El delito y especialmente el narcotráfico causan estragos y sectores crecientes de la población reclaman la consabida “mano dura”. Algunos sectores religiosos se adueñan del concepto de “normalidad” y condenan a viva voz la homosexualidad en supuesta defensa de valores tradicionales. La cuestión étnica está lejos de resolverse. Brasil, aparente tierra de la alegría, se construyó sobre el desprecio y la marginación de los pueblos originarios primero y de la población negra después. O, mejor dicho, todavía.

Estos conflictos, a veces latentes, a veces a flor de piel, se vieron comprimidos por el corset de un sistema político que durante mucho tiempo fue autoritario -recuérdese que la de Brasil fue la dictadura más larga del cono sur, entre 1964 y 1985- y que en época de democracia sigue manteniendo muchas de esas conductas. Sin embargo, la aparición de los “indignados” brasileños previamente al Mundial de Fútbol de 2014, marcó el pulso de un pueblo cada vez más propenso a sacudirse los temores y animado a protestar, violentamente si fuera necesario.

La confluencia de todos estos factores, de una sociedad con múltiples conflictos irresueltos, una economía estancada y una política sospechada, pone a Dilma Rousseff en una situación incómoda. Ella está lejos de poder resolver los conflictos sociales por sí sola. Pero lo que la tiene contra las cuerdas es la economía. Las dificultades en la materia son un polvorín y los escándalos de corrupción, la llama que lo puede hacer estallar. El 16 de agosto próximo está convocada una nueva manifestación en todo el país -la tercera desde que ganó los comicios- para protestar contra la gestión de la mandataria y pedir un juicio político que la releve del poder.

Argentina tiene como socio fundamental a Brasil y debe permanecer atenta a lo que allí suceda. Pero ambos países mantienen trabas comerciales para proteger sus economías en momentos difíciles. Lo que es importante comprender para quien llegue a gobernar el país a partir del 10 de diciembre, es que Brasil no será en lo inmediato un vehículo directo hacia el crecimiento. Ni siquiera un bálsamo para aplacar los problemas económicos locales.

La espada de Damocles pende sobre la cabeza de Dilma y podría llegar a cortársela si no es capaz de demostrar una agudeza política que le permita sortear la delicada situación en la que se encuentra. La respuesta a la pregunta inicial es “sí, Dilma puede caer”.