Olga vive desde hace más de cincuenta años en la cortada Marcos Paz, un populoso pasaje de la zona oeste de Rosario. Reja de por medio, le cuenta a un oficial de policía que escuchó el grito de una chica y que cuando se animó a salir a la calle vio a un muchacho tirado en el piso “con la cara destrozada”.

“No soy de chusmear mucho. Pero por lo que escuché le pegaron de lo lindo. Parece que lo agarraron robando y lo fajaron hasta dejarlo inconsciente”, comenta la señora mientras el uniformado que la interroga toma nota de su relato. La narración de Ernesto, otro vecino de barrio Azcúenaga, es algo más precisa. Dice haber visto cómo lograron “tumbar al ladrón” y cómo “lo lincharon con saña”. “La gente descargó toda su furia contra este chico. Le pegaron durante un rato largo. Y nadie hizo nada. Nadie los detuvo”, explica cuando otro policía del Comando Radioeléctrico toca el timbre de su casa.

Son las 19.30 del sábado 22 de marzo de 2014 y en la intersección de Liniers y Marcos Paz hay muchos vecinos que se vanaglorian por haber mandado al hospital a uno de los tantos “motochorros” que andan sueltos por el barrio. La sensación de haber consumado un acto justicia por mano propia alivia la palpable bronca e irritación que se respira por estar, según dicen, a “merced de los delincuentes”. El parte policial asentado en la comisaría de la zona habla de una “turba” que atacó con “golpes y patadas” a un hombre de 18 años de edad que minutos antes le había arrebatado el bolso a una joven mamá.

A esa misma hora, en el Hospital de Emergencia Clemente Alvarez (HECA), David Moreira lucha por su vida. La feroz golpiza que recibió le provocó graves traumatismos y pérdida de masa encefálica. David agonizó durante más de dos horas en el asfalto ante la mirada asesina e impasible de agresores y vecinos. Las patadas fueron tan mortales como el siniestro aval silencioso de los cientos de curiosos que contemplaron la escena.

La reconstrucción del crimen marca que la euforia por linchar al supuesto ladrón acalló los tibios intentos de algunos testigos por detener la feroz golpiza. En barrio Azcuénaga, como en tantas otras zonas de Rosario, la compasión es sinónimo de debilidad. “Que a nadie se le ocurra llamar a una ambulancia. Este desgraciado tiene lo que se buscó”, grita enajenado un hombre entrado en canas cuando advierte que algunos vecinos empiezan a flaquear por una postal medieval.   

La vida de David se apagó el martes a la mañana, tres días después del torbellino de patadas que destrozó su cráneo. Su deceso sacó a relucir una pulsión de muerte agazapada y reprimida. E interpeló los principios básicos de orden, tolerancia y convivencia de una sociedad fragmentada por donde se la mire. La palabra linchamiento se instaló en la agenda mediática. También en la calle. Pocos condenaron. Muchos justificaron. 

Lorena, la mamá de David, clama por una justicia que nunca llegará. La investigación está en manos del fiscal Florentino Malaponte, el más joven de la Unidad de Homicidios de Rosario. A los pocos días del crimen recibe a los periodistas en su despacho y aclara que va a hablar pero sin cámaras de por medio. “El clima está caldeado, hay mucha bronca en la calle por esta investigación, no quiere exponerse demasiado”, explica uno de sus asesores. El fiscal comenta que tiene en su poder un video donde se ve cómo golpean de forma salvaje a David. El nuevo elemento resulta una pieza clave de la causa. Son apenas 10 segundos. Suficientes para que el fiscal concluya que se advierte “una actitud clara de matar”.

La barra del club

A Malaponte le costó más de dos semanas reconstruir en detalle lo que ocurrió aquella tarde en barrio Azcuénaga. La declaración testimonial de Isaías Ducca, el amigo de Moreira que viajaba junto él en la moto, aportó elementos nuevos a una causa que hasta ese momento sólo tenías relatos vagos y contradictores de los vecinos. Isaías fue quien le arrebató el bolso a Agustina, una joven mamá que caminaba por calle Liniers con su hija de dos años. Los desesperados gritos de la muchacha por evitar que le quitaran sus pertenencias alertaron a los vecinos de la cuadra, quienes salieron a la calle para ver qué estaba pasando. Los más enérgicos e indignados se lanzaron a la caza de los arrebatadores.

Al llegar a la cortada Marcos Paz, Isaías se bajó del rodado y corrió para un lado, mientras que David Moreira dobló con la moto para el otro. Isaías logró huir sin ser alcanzado por la furia de la gente y con el bolso en su poder. Doce días después de que lincharan a su amigo, el joven se presentó espontáneamente ante la fiscalía. Estaba acompañado por sus padres, quienes lo habían echado de la casa al enterarse de lo sucedido. Cuando la policía lo fue a buscar, el matrimonio se comprometió a entregarlo cuando volviera.

En un juicio abreviado fue condenado por la Justicia a dos años y ocho meses de prisión. “El chico declaró que hasta el momento en que se separaron a David no lo habían atrapado. Por eso creemos que los que lo detienen son unos hinchas de Central que hacían tiempo para ir a la cancha”, narró Norberto Olivares, abogado de la familia Moreira, sobre la declaración de Isaías. Su testimonio fortalece la hipótesis que tiene en la mira a un grupo de jóvenes del club Amistad y Unión, ubicado a escasos metros de donde quedó tendido David tras la atroz paliza.   

Fueron ellos, según consta en el expediente, quienes se ensañaron cuando el presunto ladrón perdió el control de su moto. Se pudo establecer que Moreira cayó al piso tras ser acorralado por una camioneta blanca que pasaba por el lugar. Con la presa ya vencida, los justicieros la utilizaron a su antojo para canalizar una ira desenfrenada. En una de las tantas fojas que tiene la causa se describen las técnicas utilizadas para “aleccionar al delincuente”. Las investigaciones determinaron que hubo 15 minutos de golpiza feroz: las patadas comenzaron sobre calle Marcos Paz entre Liniers y Larrea y continuaron cuando la víctima intentó pararse. Después fue tomado de los pelos y arrastrado 50 metros. Ya inconsciente, le abrieron y cerraron la puerta de un auto en la cabeza y le arrojaron la moto sobre su cuerpo.

Dos de los supuestos asesinos fueron identificados una vez que se recolectaron y se peritaron todas las pruebas. El 25 de septiembre, a seis meses del linchamiento, las Tropas de Operaciones Especiales (TOE) realizaron un operativo sorpresa en barrio Azcuénaga. En dos viviendas de la zona fueron apresados Nahuel P., de 23 años, y Gerardo G., de 28, a quienes en un principio se los imputó el delito de "homicidio doblemente calificado por el concurso premeditado, por la participación de tres o más personas".  

Liberen a los pibes

Son pocos los vecinos que se animan a enfrentar los micrófonos la mañana en que la policía apresa a Nahuel y a Gerardo. Se sienten invadidos y perseguidos y no entienden por qué. ¿Y a nosotros quién nos defiende?, es la frase que repiten una y otra vez ante los periodistas que cubren la noticia. La pregunta esconde un sentimiento compartido y generalizado en ese punto geográfico de Rosario: para ellos, la justicia protege a los delincuentes y deja al desamparo “a las personas de bien que trabajan y pagan sus impuestos”.   

Un hombre que se identifica como un “vecino de la cuadra” pide hacer su descargo. “Los pibes no tienen nada que ver. A Nahuel, por ejemplo, lo conozco de chico, es un flaco laburador, de buena familia”, afirma. Admite que los dos detenidos “estaban ahí” cuando se produjo el crimen, aunque descree de las pruebas que tiene la justicia. “¿Quién pegó la patada mortal, cómo pueden saberlo?”, se pregunta con la mirada clavada en los ojos de los cronistas. Su enojo es también para con sus pares, quienes no respetaron el “pacto de silencio”. “Los vecinos estaban todos callados no se quién entregó la filmación ni quién dio pistas sobre lo que ocurrió”, se queja.

Mientras Nahuel y Gerardo caminan por los pasillos de Tribunales, en barrio Azcuénaga se empieza a correr la voz para “salir todos a la calle” con el objetivo de pedir por la liberación de los dos jóvenes. La movilización se concreta esa misma noche. Hay pancartas, cacerolas y mucha bronca. “El muerto bien muerto está”, grita una joven. “Basta de perseguir a la gente de bien que se defiende de los chorros”, dice otra. En el cruce de Liniers y Mendoza todos admiten conocer “a los pibes”. "Uno de ellos trabajó conmigo. La madre es viuda y él salió a trabajar de chico, nunca se metió en nada malo", sostiene Juan.  

Sabrina dice ser familiar de Nahuel. “Lo sacaron de la casa como a un perro, como si fuese un delincuente. La familia no tiene ni plata para un abogado y él además no estaba sólo. Eran como cuarenta personas y caen ellos dos. Por eso el barrio los defiende, porque estamos hartos de los robos y la inseguridad”, subraya.

Martín, otro de los asistentes a la marcha, explica que Gerardo, a quien apodan como “Capocha”, es su amigo. "Yo trabajé con él en un taller de electricidad. Antes armaba placas de durlok y te aseguró que no mató ni mata a nadie. Fueron muchos los que golpearon a ese chico. Acá la mala suerte fue que se murió", dice. A su lado, Matías no entiende por qué el ladrón (por Isaías) fue condenado a dos años y su amigo puede llegar a recibir cadena perpetua. “Quien agrede y roba entra y sale de la cárcel como si nada. Quien se defiende va preso de por vida. Es una locura”, se indigna.

Las consignas más crudas y violentas, sin embargo, no se escuchan en esa marcha. Una cuenta de Facebook llamada “Yo apoyo la justicia por mano propia. El pueblo se defiende”, reúne los comentarios más coléricos e irascibles. El grupo tiene 1898 “me gusta”. Muchas de las publicaciones están dedicadas al fiscal Malaponte, a quien califican de “lacra sin escrúpulos” y “cómplice de los delincuentes”. En una foto con su cara aparecen todos sus datos personales. “Compartir y difundir”, pide el administrador del grupo. “Hay que escracharlo y  prenderle fuego la casa”, dice uno de los participantes del foro. 

Exilio forzado

David Moreira era el mayor de tres hermanos. Tenía debilidad por Micaela, Elías y Tomás, a quienes les intentó enseñar los códigos de un mundo al que veía plagado de injusticias. “Los adoraba. Los vivía aconsejando, como hacía su papá, que es vendedor ambulante y a veces no estaba en todo el día, por lo que David era para ellos un segundo papá”, cuenta su mamá en una carta enviada a los medios de comunicación.

Con el paso de los días, la casa quedó sin detenidos. La fiscalía cambió la acusación por la de homicidio en riña, ya que no está determinado quién aplicó lo golpes mortales a David. Esa modificación conlleva una merma en la pena de los imputados, quienes a principio de año recuperaron la libertad.

A Lorena se le encoje y retuerce el corazón cuando todavía escucha una justificación o un agravio. Siente, al cabo, que a su hijo lo siguen linchando. No soporta la condena social de aquellos que avalan el asesinato de su David. Entonces, decide marcharse. Convence a su marido para radicarse en Uruguay, donde vive su hermana. Espera encontrar del otro lado del charco la paz que aquí no tiene, impostergable para transitar un duelo que aún no pudo elaborar.