“¡Mi mamá es más mamá que la tuya!” Laura tiene 40 años y hace memoria con fuerza. No se acuerda de haber tenido algún problema con alguien o que le hayan dicho algo por ser la hija de. Una vez, sí, tuvo “un intercambio de palabra” con una chica. Y Laura atacó con toda la artillería: “Mi mamá es más mamá que la tuya por lo que hizo”. 

Varios años más tarde, recién despierta de la siesta y en vísperas del Día de la Madre, usa ese recuerdo para explicar. “Siempre fue así para mí: un ejemplo”. La mamá de Laura se llama Myriam Auyeros y es la representante de las trabajadoras sexuales de Rosario. Laura, que no es ni genocida, ni árbitro de fútbol, es una orgullosa hija de puta. 

La gran mayoría de las trabajadoras sexuales del país y de Rosario son mujeres, madres, pobres y jefas de hogar. Ninguna contó ni cuenta con derechos laborales que le permitan acceder a jubilación, alquiler legítimo o vivienda propia, créditos u obra social. En todas, o la gran mayoría, se repite una historia de estigma. Mientras hacen malabares entre el prejuicio, la economía y el trabajo, las putas crían a sus hijos. Y este domingo festejan su día.  

Mamá como toda mamá

Laura trabajó en el sector metalúrgico y gastronómico. Ahora se dedica a la estética. Cuando se separó del papá de su hijo, tuvo hasta tres trabajos en simultáneo para mantener a la familia. Lo cuenta para explicar que “siguió otro camino”. Y que ese camino no fue ni mejor ni peor que el de su mamá o su abuela, las dos trabajadoras sexuales. 

“Me di cuenta que mi mamá nunca me incentivó para que trabajara de eso. Ella dice que es una elección, que cada una elige. Yo elegí otro rumbo”, dice la mujer. “Más allá de eso, aprendí muchas otras cosas de ellas: que las mujeres tenemos que hacer los que nos gusta, que no tiene que venir un hombre a decirme que no estudie o no haga esto o aquello. Son cosas que tengo muy plantadas”. 

Según su memoria de hija, Myriam era una mamá presente, como cualquier otra. Se levantaba a la mañana, les preparaba la leche y llevaba a sus hijos a la escuela. Iba a todos los actos escolares. En Navidad nunca faltó nada: ni en la mesa ni en el arbolito. Y los fines de semana salían a pasear y a comer afuera. “A las ocho de la noche, ella se ponía un jean y unas botas, se maquillaba y se iba. Volvía a las dos o tres de la mañana. Como cualquier mamá que trabaja en algún lado de noche”. 

Laura se crió con su mamá, sus hermanos y sus abuelos. Se enteró del trabajo de Myriam cuando era adolescente. Dice que sus abuelos siempre los resguardaron de saberlo. Cuando se blanqueó la situación, lo sintió natural. “Es que a mi no me afectó. Ella fue como toda mujer que se queda sola con los hijos y tiene que salir adelante. Nunca trabajó en casa ni la vi con clientes. Nada de lo que puedas decir que nos dejó un trauma. Somos cinco y todos trabajamos. Ninguno es drogadicto, ni chorro. Estoy feliz de lo que fue mi mamá y cómo nos formó”. 

Profesional del entretenimiento

India tiene 41 años y un hijo de once, “su mejor compañero del mundo”.  Ella es trabajadora sexual callejera y vive de alquiler en alquiler, sorteando las dificultades de la economía - “que afecta a todos pero más a los de la economía popular, como nosotras” -, el prejuicio y también la inseguridad, que colabora para que cada vez sea más difícil llevar unos pesos a su casa. 

Dieguito, su hijo, le preguntó a los seis años de qué trabajaba.  “Yo traté de encontrar las palabras en su justa medida, explicándole la verdad pero con mucha responsabilidad para su corta edad. Le conté que mi trabajo consiste en acompañar a hombres y mujeres que se encuentran solos y solas. Que compartimos un momento”, le cuenta India a Rosarioplus.com. “Con ese dinero que gano te puedo comprar todo lo que necesitás y querés”.  

Con el paso de los años, el nene fue entendiendo un poco más de qué se trata eso que hace su mamá. “Haber generado esa confianza con él me da mucha tranquilidad porque siempre le dije la verdad”, reflexiona ella.

Hace poco, Diego tuvo que hacer una tarea para una materia en la que preguntaban de qué trabaja la mamá. “¿Qué les digo, vieja?”, le preguntó. India supo en ese momento y sabe ahora que su hijo está en esa etapa de búsqueda de pertenencia social. No podía exponerlo. “Él me contaba que una mamá es abogada, otra médica, y así. Tenía un poco de miedo, no le podía decir que yo soy trabajadora sexual. Le dije: tranqui mi amor, vos le tenés que decir que tu mamá es profesional del entretenimiento. Y automáticamente estallamos en una carcajada”.

La ley del estigma

Myriam Auyeros trabajó en la zona oeste de Rosario. Se paró en calle Provincias Unidas durante parte de los ‘80, los ‘90 y los 2000. No sólo ejercía el trabajo sexual. También fue parte de la comisión directiva de la delegación local de la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (Ammar), que tuvo enfrente a Sandra Cabrera. No fue una época sencilla. La policía, a través de Moralidad Pública, perseguía a las trabajadoras utilizando tres artículos del Código de Faltas que estuvieron vigentes hasta 2010: travestismo, prostitución escandalosa y ofensa al pudor. La existencia de estas contravenciones implicaba a las trabajadoras sexuales cierta cantidad de días detenidas: a veces eran tres, otras siete, incluso más. La única forma de zafar era pagando a la policía los pesos que se habían juntado esa noche. 

Myriam fue presa más de cuarenta veces. Todas esas veces implicaron que ella esté fuera de su casa sin trabajar, sin juntar plata y sin ver a sus hijos. Los abuelos de Laura supieron cuidarlos de eso. Muchas trabajadoras sexuales no tuvieron la misma suerte y perdieron la tenencia de sus hijos e hijas por haber estado fuera de su hogares varios días seguidos. Las que no los perdían no tenían un peso que llevar a sus casas o pensiones. 

Lo único que salvó a esas familias fue la organización: la tribu de las putas. En lo inmediato, las compañeras siempre hicieron una vaquita para que a los pibes no les falte nada. A largo plazo, el sindicato logró derogar los códigos contravencionales. En el camino, a Sandra Cabrera la mataron de un tiro en la nuca sin que jamás se sepa quién fue el culpable. 

“Yo dije que quiero ser diferente a mi mamá. Y aún así no soy nadie para juzgarla. Tengo que respetarla como mamá: ella estuvo presente. A mí me gusta escuchar cuando habla con chicas más jóvenes, dándole consejos, contándole de la lucha con sus compañeras. Me pone feliz porque ella sabe todo lo que sufrió. Nunca fue fácil”, dice Laura, emocionada y con la voz quebrada por primera y única vez en toda la nota. 

Alta Yunta

El primero de mayo de este año, India y su hijo marcharon junto con el sindicato de las trabajadoras sexuales. Mientras volvían a su casa, Diego se animó a contarle que un compañero de fútbol le hacía bullying porque su mamá es trabajadora sexual. “Imaginate yo. Estaba por explotar e ir a buscar a la madre de este pibe. Y al pibe”.  Diego, sin embargo, le puso un freno. Le dijo que sus compañeros lo defendieron. “La mamá lo acompaña a todos los partidos”, destacaron los chicos que juegan con él. “Inevitablemente se me piantó un lagrimón. ¡Alta yunta tiene mi pibe! Por cómo lo defendieron, dándole una patada en el orto a los prejuicios sociales”.