Beatriz Regal, Miguel Ángel Pereyra y Lola Carrizo no deberían estar posando para ninguna foto. Sus vidas no tendrían que haberse cruzado. Pero acá están, juntos y apiñados para los flashes. Los une el peor dolor que existe en este mundo. Los tres perdieron a sus hijas. A Wanda la quemaron, a Marisol la apuñalaron con saña y a Sonia la estrangularon. Tres hombres, tres asesinos y un mismo cobijo: una sociedad patriarcal escandalizada ante cada tragedia, pero sumisa para condenar bromas, ironías, lenguajes misóginos, insultos, amenazas y agresiones.     

Los tres padres se llegaron hasta el Palacio Vasallo para participar del tercer Encuentro Nacional de Familiares de Víctimas de Femicidio, una iniciativa impulsada por algunas concejalas de la ciudad y la Multisectorial de Mujeres de ATE, en la víspera del 25 de noviembre, fecha emblemática en la lucha contra la violencia de género.  

El rostro de Beatriz es el más conocido. El crimen de Wanda Taddei, su hija, puso el contador en cero de los femicidios, inaugurando una forma de castigo que se replicó hasta el hartazgo: hombres que prenden fuego a mujeres. El caso, sin embargo, ganó la primera plana de los noticieros por el nombre y el apellido del homicida, Eduardo Vásquez, baterista de la banda Callejeros, quien en 2004 perdió a su madre en la tragedia de Cromañon.

Mientras el cuerpo de Wanda era trasladado a una morgue, Vásquez le contó a los primeros policías que lo interrogaron que todo se trató de una pelea doméstica, de un ataque de celos, de un accidente como cualquier otro.

En una primera instancia, la Justicia avaló la figura de la “emoción violenta” y lo condenó a 18 años de prisión. Más tarde, la Cámara Federal de Casación Penal dispuso revocar la pena original y lo sentenció a prisión perpetua bajo la figura de homicidio agravado por el vínculo.

En una entrevista a Página 12, Beatriz se autoacusaba de machista. Explicaba que había llegado a esa conclusión al revisar cada foto de su vida. Había estado más de cuatro décadas justificando dichos aparentemente inofensivos y defendiendo el rol todo poderoso de su marido, “el roble de la casa”.

“Cuando fuimos víctimas no conocíamos ni sabíamos cuáles eran nuestros derechos. Hoy un Concejo municipal nos abre sus puertas para hablar cara a cara con nuestros representantes. Hemos dado pasos firmes en esta lucha”, dice ahora con el aplomo discursivo que ganó en estos años de lucha  

A Miguel Ángel lo reconforta saber que no está solo en la pelea. “Estamos unidos y juntos. No es poca cosa”, dice cuando le toca presentarse en sociedad. Su batalla personal es para que la Justicia encierre al otro asesino de su hija. Uno de los culpables está tras las rejas. El otro, en libertad. “Los dos participaron, de eso no tengo dudas”, explica.

Marisol fue una de las cuatro víctimas del múltiple femicidio que en 2013 conmovió a la ciudad de La Plata. Tenía 35 años y dos pequeñas hijas. Estuvo en el lugar y en el momento menos indicado. La noche del 17 de julio le tocó el timbre a su amiga Bárbara para salir a tomar algo, tal como lo habían planeado.

Un hombre desconocido la recibió y la hizo pasar por el pasillo. Le dijo que era un amigo de la familia, que la estaban esperando. Ni bien cruzó la puerta, el sujeto la agarró el brazo y le desmayó de una trompada. Luego la apuñaló con saña. En el piso de la vivienda ya yacían Bárbara (29), su madre Susana (63) y su hija, Micaela de 11.

“Llegó a ese departamento en el momento menos oportuno, con los asesinos todavía en el lugar”, se sigue lamentando Miguel Ángel, quien al poco tiempo de haber perdido a su hija montó una fundación para casos de violencia de género. “No podemos permitir que otros padres pasen por este mismo sufrimiento”, aclara.

La otra mujer que intenta forzar una mínima sonrisa para la foto se llama Leonilda, aunque le gusta que la llamen Lola. Su calvario empezó a fines del 2010, cuando Sonia, su hija de 37 años, apareció muerta en Pantanillo, Catamarca, a unos 20 kilómetros de su casa. Pasó el tiempo y las heridas lejos de cicatrizar se ensancharon.

El asesino, el marido, está en libertad. Nadie se animó a tocarle un pelo. Su cuñado era en aquel entonces el jefe de policía de la departamental de Catamarca. Sus nietos están en manos de la persona que los dejó huérfanos, una absurda y cruel paradoja.

Sonia vivía separada y quería divorciarse. Se había cansado de los golpes y del maltrato. La misma semana que desapareció  tenía una audiencia para debatir la tenencia de sus hijos. Cuando encontraron su cadáver, la policía le dijo que Sonia  se había “dejado morir de hambre y sed”. La Justicia de Catamarca compró esta versión. La causa quedó archivada y olvidada.

Lola no bajó los brazos y comenzó una pelea silenciosa para lograr las pericias forenses que nunca se concretaron. El examen arrojó que su hija había sido asfixiada y estrangulada. Pensó que era prueba suficiente para encerrar a su ex yerno. Pero se equivocó. El hombre sigue caminando por la calle. “Es un caso impune como pocos”, se lamenta.

La foto termina y Beatriz, Miguel y Lola se ponen al día en una breve charla de pasillo. No se conocen del todo, pero poco importa. “Hablamos el mismo idioma, nos entendemos como nadie lo hace”, resaltan.